Buscando al Padre de mis lobitos

Prefacio

Desde que entraron a la oficina, el aire cambió. Se volvió espeso, diferente. Su lobo interior se removía inquieto, como si ya hubiera reconocido lo que él aún se negaba a aceptar.

—No. Imposible. Esos niños no pueden ser míos. Nunca estoy con una mujer sin protección —soltó Egon, mirando a la pelirroja con el ceño fruncido, luego a los dos gemelos que se escondían detrás de ella.

Pasó toda su vida tratando de ocultar su naturaleza al mundo, decidido a nunca tener descendencia por miedo a que nacieran como él. Siempre se cuidaba, no podía haber cometido un error.

Sintió un hormigueo en las manos. Egon las apretó contra los costados, tratando de ocultar cómo le vibraban los dedos. El calor en su pecho subía, como una fiebre imposible de contener, una corriente salvaje que nacía desde lo más profundo de sus entrañas.

Su lobo luchaba por salir.

—Pues deberías revisar tus métodos, porque son tuyos —respondió Adele con seguridad, cruzada de brazos. Ella no había estado con nadie más aparte de su ex esposo y resultó que él era estéril. Por lo tanto, este gigante de más de dos metros de estatura, con quien tuvo un desliz hace cinco años, era el único sospechoso—. Si quieres, lo confirmamos con una prueba de ADN.

—No tengo tiempo para esto. Estoy seguro de que no son míos, así que será mejor que se vayan —dijo dándoles la espalda, mientras trataba de controlar a su lobo.

Adele soltó un suspiro cansado. Le costó mucho llegar a él como para que ahora tuviera que resignarse y darse la vuelta. ¡Él tenía que aclararle muchas cosas y hacerse responsable de sus hijos!

Los gemelos intercambiaron una mirada rápida, como si supieran que la cosa se iba a poner fea.

—Solo hazte la prueba y salimos de dudas —insistió ella.

—Ya dije que no. Y salgan antes de que pierda la paciencia.

—¡Pero tú eres su padre!

—¡Basta! —espetó, tomándola del brazo.

—¡Mami! —chillaron los niños.

—¡Suéltame, bestia!

—Lárguense —gruñó él, sin soltarla.

—No me voy a ir hasta que aceptes que son tuyos. Y me expliques por qué son diferentes a otros niños.

Egon la llevó hacia la puerta, dispuesto a sacarla a empujones si era necesario. No podía permitir que lo vieran convertido en lobo. Pero entonces escuchó los gruñidos.

—¡Suelta a nuestra mamá! —gritaron los gemelos.

Egon se detuvo. Giró la cabeza.

Y lo vio.

Los niños no solo gruñían… también mostraban colmillos.

En cuestión de segundos, los pequeños tímidos se desvanecieron, y en su lugar quedaron dos lobeznos erizados, con las garras fuera y los colmillos brillando, listos para atacar.

Egon retrocedió un paso.

—No puede ser... —susurró, completamente impactado.

Pero sí. Podía ser. Esos niños eran unos cambiaformas igual que él...

Y ya no había forma de que pudiera seguir negando que eran suyos. Su lobo los había reconocido desde el primer instante. Esa conexión era instinto puro. Sangre reconociendo sangre.




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