—Eres una idiota —dijo su madre, con ese veneno que le brotaba fácil cada vez que abría la boca, luego de que Adele le pidiera dinero prestado—. Aún no me lo explico ¿Cómo pudiste arruinar tu matrimonio de esa forma? Tenías todo con Levi: casa, dinero, comodidades. Y ahora mírate… por jugar a la infiel. No tienes ni en qué caerte muerta. Y para colmo, tus hijos son unos bastardos sin apellido y sin padre.
—No hables así de mis hijos —gruñó Adele—. A mí dime lo que quieras, pero no te metas con ellos ¿Se te olvida que son tus nietos?
—Nietos o no, siguen siendo unos bastardos.
—¡Mamá!
—Baja la voz—gruñó Sofía, llevándose una mano a la sien—. Me parte la cabeza…
Y cómo no. Después de vaciarse una botella entera de bourbon, lo raro sería que no le doliera.
—No vine a discutir contigo —Adele suspiró, cansada—. Solo quiero saber si me puedes prestar los cinco mil dólares.
—Todavía no me has dicho para que los quieres. Además, ¿Cómo piensas pagarme si no tienes ni empleo?
—Eso lo veré después. Por favor, prestame ese dinero. Yo...lo necesito para buscar al padre de mis hijos.
Su madre soltó una risa seca.
—¿Si quiera sabes quién es?
—Estuve investigando. Y ya tengo una pista para dar con él.
—Ya. Ya. No quiero que me cuentes los detalles. Puedo prestarte el dinero, pero honestamente dudo que lo encuentres. Solo vas a perder el tiempo y mi dinero, pero allá tú —tomó su bolso y sacó unos cuántos billetes arrugados—. Solo tengo tres mil.
—No será suficiente.
—Es lo que hay. ¿Los quieres o no?
—Sí.
Le arrojó el dinero a los pies como si fuera una limosna.
—Será mejor que me los pagues a más tardar el próximo mes. Tu padrastro Jan quiere que lo lleve a Hawái y tengo que comprarle ropa nueva para el viaje. El dinero apenas me alcanza.
Adele tragó saliva y se agachó a recoger el dinero. Se sentía humillada, pero no tenía a nadie más a quién acudir.
Después del divorcio, su marido la dejó sin nada. Y para colmo, no podía salir a trabajar porque tenía que cuidar de sus gemelos de cuatro años.
Dos niños encantadores, con cabellos rojizos y ojos azules...
Podía contratar una niñera, sí. ¿Pero en donde encontraba una que estuviera dispuesta a cuidar a dos niños con la capacidad de convertirse en lobos y que además guardara el secreto?
Adele no entendía por qué eran así. Todo comenzó poco tiempo después de firmar el divorcio —ya hace seis meses de eso—. Sus pequeños comenzaron a mostrar comportamientos extraños. Al principio pensó que era por la separación, que tal vez estaban reaccionando mal. Pero una madrugada, los vio transformarse. Así, sin más.
Desde entonces, limitó al máximo el contacto de los niños con otras personas. No podía arriesgarse a que alguien descubriera lo que eran… aunque, para ser sincera, ni ella misma terminaba de comprenderlo.
—Haré lo posible por pagarte, mamá —susurró.
—Cierra la puerta cuando salgas —dijo Sofía, subiendo las escaleras sin siquiera mirarla.
Adele salió de esa casa con los billetes apretados en la mano y un dolor opresivo en el pecho.
Le dolía la actitud de su madre. Todo el tiempo le echaba en cara su separación. Su fracaso. Ni siquiera le importaba saber como habían estado las cosas realmente.
Años atrás, cuando Adele descubrió que su esposo tenía una aventura con una compañera de trabajo durante un viaje a Las Vegas, su mundo se vino abajo. Le había entregado todo de sí, solo para que él le rompiera el corazón. Estaba tan destrozada y llena de rabia, que lo único que se le ocurrió fue vengarse.
Salió una noche a beber y a bailar, buscando olvidarse del dolor. Y en ese momento, lo conoció a él... Un desconocido de más de dos metros de estatura con el que tuvo una noche de pasión.
Sí. Le pagó al infiel de su esposo con la misma moneda.
Se arrepintió después, claro que sí, porque estaba haciendo lo mismo que él. Y eso no la convertía en alguien mejor.
Lo enfrentó y le pidió el divorcio.
No había otra solución, pero él le rogó que no lo dejara.
Adele pese a todo seguía enamorada de él. No sabía como manejar la situación, se sentía confundida y culpable por lo que había hecho.
En verdad quería decirle que había estado con otro hombre, pero la repentina muerte de su suegra hizo que tuviera que posponerlo. De alguna manera, esa tragedia los volvió a unir. Para ese entonces, Levi parecía otro hombre. Más atento, más cariñoso.
Decidió darle otra oportunidad guardando en secreto lo que había hecho. Y un mes después descubrió que estaba embarazada. Estaba segura de que ese desconocido se había cuidado, así que no había forma de que los gemelos fueran suyos... O eso pensó hasta hace algunos meses atrás cuando su esposo se hizo estudios y descubrió que era estéril. Sin darle oportunidad de explicarse, la dejó, le pidió el divorcio y la echó de la casa.
Con un suspiro cansado, Adele bajó los escalones de la entrada, llevándose una mano a la frente para cubrirse del sol.
—¡Warren! ¡Kiyomi! —llamó, mirando a su alrededor con el ceño fruncido.
Los pequeños aparecieron corriendo desde unos arbustos, cubiertos de tierra y con sonrisas traviesas.
—¿No les dije que no se alejaran de aquí? ¿Dónde se metieron?
—Estábamos ayudando a podar las flores de la abuela —respondió Kiyomi, con su vocecita dulce y una risita maliciosa.
Adele giró la cabeza hacia el jardín y sintió que el alma se le salía del cuerpo. Las plantas estaban completamente destrozadas. No quedaba ni una hoja. Solo ramas desnudas y tierra removida por todas partes.
—¡Y yo le hice un nuevo corte de pelo al perro! —anunció Warren con orgullo, mostrando sus dientecitos.
Justo entonces, el perro cruzó frente a ellos… luciendo despeluquiado, con mechones desiguales y cara de terror. El pobre animal corrió lejos con la cola entre las patas.
—Dios mío… —murmuró Adele, sin saber si reír o llorar—. Cuando la abuela Sofía vea esto, va a querer despellejarlos vivos. Y a mí también por traerlos.
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Editado: 27.07.2025