Buscando al Padre de mis lobitos

2.

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Cuatro grandes patas golpeaban la tierra húmeda, levantando hojas secas y barro con cada zancada. El bosque de Toronto, aún cubierto por la niebla de la madrugada, temblaba bajo el paso de la enorme criatura que cruzaba la espesura como un espectro.

Sus músculos se estiraban bajo la gruesa capa de pelaje plateado, reluciente bajo la intensa luz de la luna llena que colgaba como un ojo celeste sobre los árboles. El aliento salía en nubes cálidas que se deshacían en el aire gélido, mientras sus ojos —de un azul glacial, inhumanos, brillantes— se clavaban en la silueta que corría por delante.

Una cierva, tal vez. Joven, rápida. Pero no lo suficiente.

La presa zigzagueaba entre los troncos, rompiendo ramas y dejando un rastro que cualquier otro animal habría perdido. Pero no él. No la bestia que lo habitaba. Él era parte del bosque, parte de la tierra, parte de la noche misma.

Sus garras rasgaron el suelo cuando giró bruscamente, apenas un susurro entre los árboles. No rugía, no jadeaba como un depredador común. Era el silencio encarnado, una sombra viva impulsada por el instinto.

En esa forma, no conocía cansancio. Sólo hambre.

Cuando finalmente alcanzó a la cierva, no hubo grito, solo un último temblor de sus patas antes de que el mundo se apagara para ella. El lobo hundió los colmillos en su cuello con una precisión letal. El líquido carmesí tiñó su hocico y el sabor del hierro encendió una chispa en su interior.

Parte por parte, fue despedazando a su presa, deleitándose con cada bocado de su carne fresca

Solo cuando su hambre se calmó, se detuvo.

La bestia alzó la cabeza hacia el cielo, y de su pecho surgió un aullido profundo, tan potente que las aves dormidas salieron volando en bandadas desordenadas.

Sus patas comenzaron a cambiar. El pelaje se replegó como niebla que se desvanece, revelando carne y músculo. Huesos crujieron, se estiraron, se reacomodaron hasta que el lobo dejó de serlo.

Ahora de pie entre las sombras, un hombre surgía del bosque. Alto. Imponente. Más de dos metros de altura con el cuerpo tallado como una estatua de guerra. Las gotas carmesí aún caían de su mandíbula mientras su pecho subía y bajaba con calma, satisfecho.

Su barbilla estaba cubierta por una barba media, salvaje pero cuidada, que enmarcaba unos labios firmes y una mandíbula cincelada por los dioses. Tenía las piernas largas, fuertes, las caderas estrechas, la espalda ancha. Cada músculo, cada línea de su cuerpo, hablaba de fuerza y de dominio. Dándole la apariencia de un vikingo que no pertenecía a este siglo.

Sin titubear, caminó entre los árboles hasta que encontró el río. El agua corría helada, pero él no vaciló. Se zambulló de golpe, borrando los rastros del líquido carmesí, de salvajismo, de pecado. Bajo la superficie, cerró los ojos un instante, como si el frío lo devolviera al mundo real, a la parte humana que luchaba por mantenerse viva en su interior.

Cuando emergió, el agua resbaló por su piel como caricias transparentes. Se sacudió el exceso con un movimiento de cabeza y salió del río con la seguridad de un rey.

Trotó descalzo por el sendero que lo conducía a su villa, los primeros rayos del sol acariciándole la espalda.

La villa surgió entre la niebla como una sombra elegante. Piedra gris, ventanales amplios, tejado a dos aguas. Moderna por dentro, salvajemente aislada por fuera. Tan silenciosa como su dueño.

Se detuvo frente a la puerta principal, una estructura metálica con acabados de madera negra. Tecleó un código en el panel digital.

La cerradura se abrió con un sonido suave. Entró.

No había sirvientes. No los necesitaba.

Subió a su habitación, las luces encendiendose y apagándose de forma automática a medida que avanzaba. En el baño, se metió bajo la ducha caliente, dejando que el agua arrastrara los restos de tierra.

Minutos más tarde estaba en su vestidor.

Se vistió con rapidez: camisa blanca arremangada, vaqueros ajustados y botas negras militares. Se colgó la pistolera al hombro, guardó su pistola, tomó su placa y bajó las escaleras con paso decidido.

Salió de la casa, el sol asomando entre los árboles. Caminó hacia su moto —una Harley Davidson negra, poderosa como él—, se montó con facilidad y arrancó.

Su destino era la gran fábrica de juguetes Infinity Toyworks Company.

—Ustedes dos, señoritas, colóquense justo aquí —ordenó Marc Langford, dueño de la fabrica de juguetes más grande del país, señalando con entusiasmo un punto estratégico frente a su escritorio—. Y ustedes cinco, en fila del otro lado. ¡Eso es! Espaldas rectas, sonrisas listas. En cuanto mi hijo entre, quiero encanto y amabilidad, ¿entendido?

Sus invitados asintieron.

El viejo zorro se alejó unos pasos, entrelazó las manos tras la espalda y admiró la escena con orgullo.

Mujeres hermosas a izquierda y derecha, dos hombres guapos en el fondo por si su hijo tenía preferencias que él desconocía —porque uno nunca sabe—.

“Hoy no se me escapa”, pensó Marc con una sonrisilla traviesa. Entre tantas opciones, su hijo no podía volver a salir soltero de esa oficina. Ya era tiempo de que encontrara una pareja. No era posible que a sus treinta años siguiera soltero.

Justo entonces, alguien llamó a la puerta.

Marc respiró hondo, se alisó la chaqueta y fue a abrir.

—Hola, papá —saludó Egon Langford, dándole un abrazo sin perder la compostura.

—Bienvenido, hijo mío.

—Dijiste que querías verme... ¿qué se te ofrece? —preguntó Egon, separándose mientras sus ojos analizaban a las personas de la sala… y sus cejas se alzaban lentamente con curiosidad.

—Ven, pasa —lo urgió su padre, tomándolo del brazo con entusiasmo—. Quiero presentarte a estas personas.

Egon se dejó llevar. Marc lo condujo justo al centro de la sala, donde las mujeres —todas arregladas como para una gala— ya sonreían con una sincronía que no era casual.




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