Buscando al Padre de mis lobitos

4.

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La oficina era un caos: teléfonos sonando, policías cruzándose de un lado a otro, detenidos entrando y saliendo, algunos liberados tras pagar la fianza, otros esperando declarar.

Egon suspiró después de que su supervisor, el teniente Chad, se burlara de él por contarle lo que su padre había planeado esa mañana en la fábrica.

Podía decirse que Chad era lo más parecido a un amigo que tenía en el departamento.

—Te lo dije, Egon. No es normal que un hombre tan bien parecido como tú esté solo. Tu padre iba a hacerse ideas raras —dijo entre risas.

—Deja de burlarte de mí. Ya no sé ni por qué te conté —murmuró Egon, rodando los ojos.

—No te molestes por esto, Egon. Tu padre se pasó un poco al agregar a dos hombres en la lista de posibles candidatos para que tuvieras una cita. Pero es que tampoco podemos culparlo, el pobre solo quiere lo que todos los padres queremos, ver a nuestros hijos felizmente casados y que nos den nietos—agregó Chad, aún divertido.

—No pienso tener hijos.

—Con esa actitud yo tampoco lo creo —murmuró en tono bajo—, pero en serio deberías considerarlo. ¿No te gustaría formar tu propia familia?

—No. Creo que sería un mal esposo y padre.

—Ah, pero entonces ya has pensado en eso —dijo el supervisor Chad batiendo las pestañas con picardía.

—No. Solo te doy una respuesta. Pero da igual. No quiero seguir hablando de esto. Regresaré a trabajar —agregó Egon poniéndose de pie.

—Espera... Espera un segundo —dijo Chad, levantando las manos al aire—. Aún no te digo por qué te mandé llamar —sacó un expediente del cajón de su escritorio y se lo entregó—. Quiero que te encargues de esto. Es un caso especial.

—Vale. Lo estudiaré en mi oficina y me haré cargo con mi unidad —respondió Egon al tomar el archivo.

Chad asintió, pero no terminó ahí.

—Hay algo más...

—¿De qué se trata?

—Pues estuve pensando que ya que no vas a ser el sucesor de tu padre, tal vez podría dejarte mi puesto aquí en el departamento de policía. Me jubilo en unos meses y, sinceramente, no hay nadie mejor que tú para ocuparlo.

—No acepto —dijo Egon sin dudar.

—¿P-por qué? —preguntó incrédulo.

—Porque el trabajo de supervisor es aburrido. Se quedan en la oficina todo el día, escribiendo informes y dando órdenes.

"Lo bueno que eres mi amigo", pensó el supervisor, alzando una ceja.

—Lo mío es estar en la calle, dirigiendo los operativos. Me gusta ser detective, y no pienso cambiarlo.

Chad suspiró con cansancio.

—En serio, eres extraño. Cualquiera estaría gritando de alegría si le ofreciera este cargo. Pero tú prefieres seguir en la calle, arriesgando tu culo. —se masajeó las sienes—. Pero bueno, al menos piénsalo.

Egon asintió, aunque no tenía la menor intención de cambiar de opinión. Salió de la oficina y se dirigió al ascensor con paso firme.

La idea de cambiar la acción del campo por un escritorio no le generaba el más mínimo entusiasmo.

Necesitaba estar activo, sentir la adrenalina. Cada operativo lo ayudaba a liberar tensión... y su lobo se lo agradecía.

Tomó el ascensor y bajó hasta el segundo piso. Cuando las puertas se abrieron, una brisa le erizó los vellos de la nuca. Había un olor nuevo en el aire. No era el típico aroma a sangre seca, café recalentado ni la mezcla de colonias baratas que usaban los miembros de la unidad. Tampoco era ese inconfundible olor a sudor de trasero después de varias horas de trabajo.

Era distinto. Extraño.

Pero más extraño aún era que su lobo estuviera inquieto.

Siempre reaccionaba así cuando tenía hambre… pero esta vez no podía ser eso. La cierva que había devorado esa madrugada era más que suficiente para mantenerlo satisfecho durante al menos tres días.

—¡Jefe! —lo llamó uno de sus subordinados—. ¿Podría venir a ver esto?

Egon apretó el expediente que le acababa de entregar Chad y se dirigió hacia el hombre caucásico, ignorando esa extraña sensación, que comenzaba a oprimirle el pecho. La mañana había comenzado siendo bastante tediosa, así que pensó que solo estaba un poco estresado. Eso tenía que ser.

Ignoraba que dos pequeños terremotos estaban causando estragos en su oficina.

—¡Niños, por el amor de Dios! —gritó Adele exasperada al ver que la placa de cristal que yacía sobre el escritorio terminó en el suelo hecha trizas.

—Mamá, lo siento... —se disculpó Kiyomi—. Mi hermano me empujó y dejé caer la placa, fue su culpa.

—Solo les pedí una cosa... ¡Una sola cosa! Que se sentaran y estuvieran quietos hasta que llegara su padre. Se supone que debemos causar buena impresión. ¿Cómo creen que reacionará cuando vea que dos pequeños traviesos rompieron su placa?

Los niños intercambiaron miradas de preocupación.

—¿Estás enojada con nosotros, mami? —preguntó Kiyomi, con los ojos vidriosos.

Adele se agachó a recoger los pedazos de la placa y trató inútilmente de volver a unirlos. Mas que molesta estaba nerviosa, no sabía que esperar de ese hombre.

—Sí, estoy molesta con ustedes. Muuuy molesta.

—Mami...

Kiyomi parecía realmente afectada.

Warren frunció el ceño y sin pensar en las consecuencias se dirigió a la salida.

—¿A dónde vas, jovencito? ¡Warren regresa aquí! —dijo Adele, pero el pequeño no le hizo caso—. Me están volviendo loca —se puso de pie para ir a traerlo de la oreja si hacía falta. Adoraba a sus hijos, pero a veces eran demasiado complicados—. Espera aquí, Kiyomi. No demoro nada.

—¡Mami, no me dejes sola! —gruñó la pequeña, yendo detrás de ella con los mocos chorreados en la nariz.

Adele alcanzó a ver a su hijo cerca de la máquina expendedora, que intentaba sacar una gaseosa sin monedas.

En ese momento, Egon avanzó hacia su oficina caminando por el lado contrario. No los vio, y aun así su lobo se puso más inquieto.

—Pero qué demonios pasó aquí. ¿Acaso hubo un temblor y no lo sentí? —pensó al ver el desorden. Papales regados y... Su placa echa pedazos en el suelo.




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