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Los cachorros se detuvieron detrás de un contenedor de basura, jadeando por la carrera.
—Esperemos a que nos encuentre —dijo Warren en tono divertido.
Kiyomi asomó la nariz por debajo del contenedor. Un par de personas pasaban caminando, sin notarlos.
—¿Crees que hicimos bien en irnos así? Mamá se va a enojar...
—Tranquila. Solo estamos jugando —respondió él, intentando sonar convincente—. Además, está siendo divertido, ¿no?
—Sí, muy divertido —rió ella, bajito.
A unas cuadras de distancia, Egon se detuvo en una esquina, olfateando el aire. El rastro era reciente. Estaban cerca. Muy cerca.
—Esto es una pesadilla. ¿Qué voy a hacer? —murmuró, frotándose el rostro—. Todo estaba bajo control… hasta que esa mujer apareció en mi oficina diciendo que esos niños eran míos. Años cuidándome, evitando embarazar a mis amantes… ¿y ahora resulta que tengo dos hijos? ¡Dos!
Negó con la cabeza, incrédulo.
—Mi padre se volvería loco de alegría si lo supiera. Pero no puedo permitir que esto llegue a sus oídos. Esos niños no se controlan al transformarse y dudo que vayan a mantenerlo en secreto. Una impresión así lo mataría.
En otra calle, Adele se apoyó en una farola, respirando con dificultad.
—¿Dónde se metió ese hombre? Camina como si tuviera motor en los pies —se quejó, intentando recobrar el aliento—. Solo espero que los haya encontrado. Si alguien los ve transformándose, estaremos en serios problemas.
Sacudió la cabeza y siguió trotando calle abajo.
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—¡Mira! —exclamó Kiyomi, señalando al otro lado de la avenida—. Hay un parque. ¡Vamos para allá! Este sitio apesta...
—Buena idea. Yo cubro la retaguardia —dijo Warren, en tono de misión secreta.
Salieron sigilosamente de su escondite y cruzaron la calle entre bocinazos y gritos sorprendidos de los transeúntes.
—Llamaron a control animal. Es peligroso tener lobos sueltos —comentó una mujer al pasar junto a Egon—. Escuché en las noticias que algunas personas han sido atacadas por “algo enorme” hace unos días. ¿Será un lobo?
—Después de ver a esos cachorros de lobo en plena ciudad, creo que puede ser posible. Los padres deben estar cerca —le respondió su acompañante.
—Ojalá los encuentren pronto. Es un peligro tener a esas bestias sueltas por ahí.
Egon frunció el ceño al escuchar el odio con el que se referían a los lobos. Pero más importante ahora, era encontrar a los niños antes de que lo hiciera control animal. Así que apresuró sus pasos, siguiendo el aroma de los cachorros.
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En el parque, Kiyomi se detuvo en seco. Olfateó el aire con cautela. Algo no le gustaba.
—Ya no me gusta este lugar. Quiero volver con mamá —susurró, inquieta.
Los árboles se mecían con fuerza, como si el viento llevara una advertencia.
—No seas miedosa. Este sitio es perfecto para jugar a las escondidas —insistió Warren, aunque su voz ya no sonaba tan segura.
Caminaron hasta una banca. Se detuvieron. Entonces, un crujido rompió el silencio: una rama seca partiéndose a pocos metros.
Kiyomi se agachó de inmediato, el pelaje erizado, los ojos muy abiertos.
—¿Oíste eso?
—Solo fue el viento —respondió Warren, girando la cabeza con lentitud.
—No quiero seguir aquí... Volvamos con mamá, por favor...
Estaba a punto de darse la vuelta cuando las pisadas se hicieron más claras. Se miraron entre ellos, tensos. De la maleza, emergió un gran lobo de pelaje azabache.
Los cachorros retrocedieron al instante.
—Pero qué tenemos aquí —gruñó el enorme lobo negro. La mitad de su rostro estaba deformada por una herida brutal, aún mal cicatrizada.
Los pequeños se encogieron, bajando las orejas. Intimidados por la presencia imponente de la bestia, observaron cómo este enseñaba los colmillos con amenaza.
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Egon se detuvo en la entrada del parque. El rastro de los pequeños lo había llevado hasta allí. Estaba a punto de adentrarse cuando una voz lo interrumpió.
—¡Espérame! —gritó Adele, corriendo tras él—. Dios mío, pero qué rápido caminas. Un paso tuyo son tres míos.
Egon puso los ojos en blanco. ¿Qué estaba haciendo? Le pidió que lo esperara en la oficina. Ahora entendía a quién habían salido los gemelos de tercos.
—No perdamos tiempo, hay que seguir —dijo resignado—. Tus hijos están en este parque.
—Nuestros hijos —le corrigió.
Él frunció el ceño.
—Ni me lo recuerdes —musitó, más para sí que para ella—. Tenemos que darnos prisa. Parece que algunas personas los vieron y llamaron a control animal.
—Ay, no. Corramos entonces —dijo Adele, agarrándolo de la mano.
—Oye, suéltame. Es la segunda vez que me jaloneas —la regañó.
—Creo que no te quejaste de eso hace cinco años —murmuró ella, acelerando el paso.
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A mitad del parque, los cachorros retrocedían lentamente.
—Dos cachorros de pelaje gris en la ciudad... Qué interesante —gruñó el gran lobo negro—. ¿Dónde están sus padres? ¿Y qué hacen aquí?
—Warren, ese lobo me da miedo —musitó Kiyomi, encogiéndose más.
—Les hice una... no, dos preguntas, mocosos —bramó, acercando el hocico demasiado a Kiyomi.
—¡Aléjate de mi hermana! —gruñó Warren, enseñando sus pequeños colmillos.
—¿O si no qué, mocoso? ¿Qué vas a hacerme?
—Yo... —tragó saliva.
—Eres solo un pequeño lobo. No puedes hacerme nada...
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Egon se detuvo en seco, haciendo que Adele se golpeara la cara contra su ancha espalda.
¡Qué duro!
—¡Auch! ¿Qué pasa? ¿Por qué te detienes? —preguntó Adele, acariciándose la nariz.
—Hay algo... —susurró Egon, olfateando el aire. Sintió de inmediato la presencia de alguien más—. Espera aquí.
—¡No! —gritó Adele, pero Egon ya corría hacia el corazón del pequeño bosque.
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Warren se lanzó con fuerza hacia el gran lobo negro. Este apenas se movió; con un gesto lo desvió, haciendo que el cachorro rodara entre las hojas secas.
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Editado: 25.06.2025