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—Esta historia no la encontrarán en ningún libro... y será mejor que no la repitan en voz alta —advirtió la anciana, mientras el viento del norte susurraba contra las ventanas de la cabaña.
Hace muchos inviernos, treinta y uno para ser exactos, vivía una loba llamada Nerya, tan hermosa como el amanecer sobre el hielo. Era la esposa del gran Alfa Druan, jefe de la Manada Umbra Noctis. Todos la admiraban, no solo por su belleza, sino por su alma rebelde. Tenía la vida que muchos desearían al lado del hombre que fue destinada.
Pero, ay, el corazón es caprichoso, y Nerya cometió el error de enamorarse... de otro. No de cualquier otro, no. Se enamoró de Kaelor, el Alfa de la Manada Lumen Glacialis, el amigo de su esposo.
—¿Los tres eran amigos? —preguntó uno de los niños.
—Al principio, sí. Pero el amor cambia todo.
Nerya y Kaelor se veían en secreto en la frontera, donde la nieve es más espesa y el silencio más profundo. Dicen que allí no canta ni un pájaro. Y cada vez que se encontraban, se prometían cosas que no podían cumplir.
Un día, Nerya supo que estaba esperando un hijo. Un hijo que no era de su esposo, sino de Kaelor. Y cuando Druan lo descubrió, la encerró en las cavernas del norte, donde ni la luna llega. Rompió el pacto con Alaska y se desató una guerra entre las manadas, amigos se volvieron enemigos, y la nieve se tiñó de rojo.
Pero Nerya no se rindió. La noche en que iba a parir, escapó. Nadie sabe cómo, pero lo hizo. Dio a luz sola, en el bosque helado. Dicen que el niño abrió los ojos y tenía la mirada del rayo: azul brillante como el cielo antes de la tormenta.
Con el bebé en brazos, intentó cruzar el paso hacia Alaska... pero el hielo cedió bajo sus pies. Cayó. Ella... y el niño.
—¿Murieron? —susurró una niña, con los ojos muy abiertos.
La anciana sonrió, con una chispa misteriosa en los ojos.
—Eso dicen. Pero también hay quienes dicen que el niño logró sobrevivir y que un día... será el Alfa de las dos manadas más poderosas del mundo, los Lumen Glacialis de Alaska y los Umbra Noctis de Canadá.
Las puertas se abrieron de golpe, haciendo temblar el marco de madera. Un aire helado se coló en la sala, y con él, Druan.
El Alfa de la manada Umbra Noctis se alzó en el umbral como una sombra antigua. La edad lo había alcanzado, sí, pero solo en las canas que surcaban sus sienes y el rictus endurecido de su boca. Su cuerpo seguía erguido, ancho de hombros, con esa quietud que solo los depredadores de verdad conservan. Su mirada, de un dorado opaco como el ámbar viejo, cayó sobre los niños con la fuerza de una tormenta contenida.
Arista, sentada frente al pequeño grupo, giró con una sonrisa suave, casi desafiante.
—La clase termina por hoy, pequeños. Pueden marcharse a casa.
Los niños se levantaron de inmediato, sus risas ahogadas por el silencio. Uno por uno, pasaron junto al Alfa sin atreverse a mirarlo directamente. Incluso el más curioso mantuvo la cabeza gacha hasta cruzar la puerta.
—Te dije que no quería que siguieras contando esa historia —gruñó por fin.
—Lo hiciste —replicó Arista con calma—. Pero las nuevas generaciones tienen derecho a saber que fue lo que puso fin a la armonía de esta manada. Deben conocer aunque sea una parte de la historia.
—No apruebo que lo sigas haciendo y menos que alimentes el rumor de que ese bastardo sobrevivió. No es así y si lo fuera, yo mismo acabaría con él.
—No dudo que lo harías —la anciana apartó la mirada, suspirando—. En fin. ¿Qué es lo que quieres Druan?
Druan exhaló lentamente por la nariz y avanzó hasta la barra.
—Una bebida. Fuerte. Lo más fuerte que tengas.
Arista lo miró con el ceño fruncido, ladeando apenas la cabeza.
—¿Ya vaciaste la reserva de licor? A este paso, terminarás como un viejo lobo ciego, hablando solo con los cuervos.
—No es tu problema —masculló él, sin mirarla—. Solo prepárala.
—Tienes que parar, Druan. Si sigues con esto, pronto todos te habrán perdido el respeto.
El Alfa giró la cabeza, lento, como si esas palabras hubieran abierto algo dentro de él. Sus ojos ya no brillaban como antes. Estaban apagados, cubiertos por un dolor y resentimiento antiguo.
—¿De qué respeto me hablas? —dijo con voz baja, como un aullido ahogado—. Desde que mi luna me traicionó… lo perdí todo.
—Hablo de mí...Pese a todas las locuras que haces últimamente, yo aún te respeto.
—Preferiría que me temieras como el resto. Así me sería más fácil eliminarte.
La anciana soltó un suspiro exagerado y puso los ojos en blanco antes de levantarse. Caminó detrás de la barra con la paciencia de quien ha tenido que lidiar con hombres tercos toda su vida.
Sacó algunos ingredientes.
En sus años mozos, Arista había sido la reina de un bar, donde hasta los forasteros llegaban solo para probar sus mezclas. Sus bebidas eran legendarias, conocidas por derribar a los más duros y levantar a los más heridos. Había perdido la cuenta de cuántos amores, peleas y pactos se sellaron con uno de sus tragos.
Y aún hoy, aunque sus manos mostraban la edad, cada movimiento seguía siendo preciso. Dominaba el arte de la mezcla como quien lanza un hechizo.
—Si esto no te quema el alma, Druan, nada lo hará —dijo sin mirarlo, vertiendo el líquido en una copa tosca de barro negro.
Druan agarró la bebida y bebió todo de golpe.
—Todavía mantienes el toque —dijo extendiendo la copa para que le sirviera más.
Mientras Arista rellenaba la copa de barro con su mezcla más fuerte, un aullido lejano rompió el silencio. Luego, la puerta se abrió con un crujido. Un lobo negro, alto y de mirada baja, cruzó el umbral.
—Mi Alfa... —murmuró, inclinando la cabeza con respeto.
Druan, sin apartar la vista de su copa, bebió otro trago.
—Te desterré de la manada, Valdimir. ¿Cómo te atreves a volver?
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Editado: 25.06.2025