Buscando al Padre de mis lobitos

8.

El sol del amanecer se colaba por la enorme ventana, iluminando la lujosa habitación con un brillo cálido. La pequeña Kiyomi frunció el ceño y apretó los ojos al sentir la luz sobre su rostro.

—Mami, apaga la luz... —murmuró aún entre sueños.

Esperó pacientemente unos segundos, pero no hubo respuesta. Con el ceño fruncido y la trompita de elefante, se incorporó lentamente.

Su madre seguía profundamente dormida, y su hermano Warren estaba acurrucado contra su pecho, como un osito bebé que busca el calor de mamá.

Kiyomi suspiró y se frotó los ojos con las manitas.

—Todo tengo que hacerlo yo... —murmuró en tono de queja.

Con cuidado, se deslizó fuera de la cama. Al poner los pies en el suelo, el frío le arrancó un pequeño saltito, pero no se quejó. Se quedó quieta, mirando a su alrededor con curiosidad.

Fue entonces cuando notó que no estaban en el hotel... y que ya había amanecido del todo.

Caminó hacia la ventana. Al apartar la cortina, se le escapó un suspiro de asombro.

—¡Qué grande! —exclamó bajito, maravillada al ver los amplios jardines y los bosques que rodeaban la casa. Se rascó la cabeza, pensativa. Un recuerdo se coló en su mente: la noche anterior, su papá los había traído allí.

¿Ahora iban a vivir todos juntos como una familia?

Volteó a ver la cama, confundida.

¿Pero si era así... por qué papá no durmió con ellos?

—¿Qué haces despierta tan temprano? —Warren se incorporó lentamente.

—¿Ya viste dónde estamos? —preguntó la pequeña con los ojos bien abiertos.

Warren parpadeó, medio dormido aún, y miró a su alrededor.

—Oh...

—Recuerdo vagamente que anoche papá y mamá nos trajeron aquí.

—Yo no me acuerdo de nada —murmuró Warren, tratando de no despertar a su madre.

—Es porque duermes como un oso... y roncas como calacacha descompuesta —dijo Kiyomi, llevándose una mano a la boca para contener la risa.

—¡Yo no duermo así! —refunfuñó Warren, frunciendo la nariz—. Y no se dice calacacha, burra... se dice carcalcha. Aprende a hablar bien.

Kiyomi soltó una risita ahogada mientras su hermano la miraba con fastidio. Pero ni siquiera su expresión de ogro gruñón logró borrar la emoción que le cosquilleaba en el pecho. Algo le decía que ese lugar cambiaría muchas cosas.

—Me gusta este lugar —dijo Kiyomi de pronto, comenzando a dar saltitos y a girar sobre sí misma como si bailara.

—Shhh, cállate —le reclamó Warren en un susurro—. Vas a despertar a mamá.

—Sí, sí... —rió ella bajito. Dio otro pequeño salto, pero se detuvo de golpe, llevándose las manos a la pancita—. Creo que tengo un poco de hambre.

—Yo también —admitió él, restregándose un ojo.

—Tú siempre tienes hambre. Eres un glotón —se burló su hermana, sacándole la lengua.

Con cuidado, Warren se deslizó fuera de la cama, procurando no despertar a Adele.

—Vamos a buscar la cocina… y a papá. Tal vez él nos prepare algo.

Kiyomi asintió con entusiasmo y caminó hacia la puerta. Su hermano la siguió sin hacer ruido, y juntos salieron de la habitación, escabulléndose en completo silencio como si fueran parte de una pequeña misión secreta.

.

Se detuvieron al llegar a la escalera.

—¡Wow! —exclamaron al unísono.

La sala era tan enorme como el resto de la casa.

—Parece más grande que la mansión donde vivíamos con papá, antes de que se separara de mami —comentó Kiyomi, pasando los dedos por la barandilla con curiosidad.

Warren asintió, impresionado.

—Es perfecta. Y mira —una sonrisita traviesa apareció en sus labios—. Podemos deslizarnos por aquí.

Sin pensarlo, se subió a la barandilla. Kiyomi lo imitó, tomando la del lado contrario.

Contaron hasta tres y se dejaron caer como si estuvieran en una resbaladera. Las risas de ambos resonaron por toda la casa.

—Espera —susurró Kiyomi, llevándose un dedo a los labios para que su hermano hiciera silencio. Señaló hacia el sofá más largo de la sala.

Un hombre grande dormía profundamente. Egon estaba boca arriba, abrazado a un cojín, con las piernas colgando fuera del mueble por lo grande que era.

—Está bien dormido —murmuró Warren, agitando la mano frente al rostro de Egon sin obtener reacción.

Kiyomi lo observó con atención, inclinando un poco la cabeza.

—Es muy guapo —dijo, acercándose un poco más—. Aunque con esa barba parece un abuelo.

—Todos los señores tienen barba, Kiyomi —respondió Warren, desviando la mirada hacia la pistolera que descansaba sobre la mesa de centro.

—Tal vez trabaja mucho y no tiene tiempo de afeitarse —añadió ella en voz baja.

—Ajá… —Warren se agachó para examinar la pistolera más de cerca.

—Deberíamos ayudarlo —dijo Kiyomi con una sonrisa traviesa—. Voy a la cocina a buscar unas tijeras.

—Ni siquiera sabes dónde está la cocina —le recordó su hermano.

—Debe estar por allá —señaló ella, confiada, hacia un pasillo cercano—. Iré a ver. No lo despiertes, quiero darle una sorpresa.

.

Adele se estiró en la cama con una sonrisa perezosa.

—Dios mío… —murmuró, mirando al techo con los ojos entrecerrados—. No recuerdo cuándo fue la última vez que dormí tan bien.

Estaba tan relajada que ni siquiera notó la ausencia de los niños a su lado. Se giró sobre la cama, atrapó una almohada entre los brazos y la abrazó con gusto, como si aún quisiera quedarse allí un ratito más.

—Esta cama está exquisita… —susurró, acurrucándose con una sonrisa soñadora. Inhaló profundo—. Ese aroma…

Por un instante, se quedó quieta. Una corriente extraña le recorrió la piel, como si su cuerpo reconociera el lugar antes que su mente. Ese aroma, esa cama… esa paz.

Y entonces, lo recordó.
La noche en que se entregó a él. Egon Langford. La habitación del hotel, el calor de sus manos, el temblor de su aliento.

Frunció el ceño y soltó la almohada, como si de pronto quemara.

—¿Qué me pasa? —murmuró, llevándose una mano a la frente—. ¿Por qué ahora ese recuerdo?




Reportar suscripción




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.