A mí me criaron con la creencia de "hay bondad en la maldad"
Crecí con una idea equivocada.
Una de esas que te metes tan hondo en la cabeza que terminas creyéndola aunque duela.
Pensaba que, aunque las personas fueran crueles, hirientes, frías… tenían sus razones para serlo.
Y por eso, nunca fui mala con ellas. Nunca devolví el golpe. Nunca dije lo que pensaba. Nunca me defendí.
Incluso cuando me hacían pedazos.
Incluso cuando sus palabras se quedaban pegadas a mi piel como espinas.
Incluso cuando su silencio dolía más que un grito en la cara.
Siempre me culpaba a mí.
¿La razón?
Porque odiaba no poder odiarlos.
Odiaba esa parte mía que todavía quería entenderlos.
Que intentaba justificar su crueldad.
Que pensaba: “Tal vez tienen problemas en casa… tal vez no saben lo que hacen… tal vez yo provoqué esto… tal vez yo soy el problema…”
Desde muy pequeña me mentalizaba para no romperme por completo.
Me decía a mí misma:
“¿Por qué ella es así?”
“¿Por qué me mira con ese desprecio?”
“¿Qué hice esta vez para merecerlo?”
No eran preguntas buscando respuestas.
Eran intentos desesperados de entender por qué dolía tanto existir siendo yo.
Recuerdo que desde preescolar los niños ya se burlaban.
Por cosas insignificantes, pequeñas.
Detalles que sólo ellos veían… y que luego hacían ver enormes.
Si tenía una media más arriba que la otra.
Si tenía un agujero pequeño en el talón.
Si mi ropa tenía una mancha de comida.
Si mi cara estaba sucia por un descuido.
Todo eso, cualquier mínimo error, era motivo suficiente para que se rieran.
Y yo…
Yo no decía nada.
Me callaba.
Y lloraba después.
Nunca en frente de ellos.
Nunca dando la satisfacción.
Pero lloraba. Mucho. En silencio.
Y aunque lloraba, nunca pensé que ellos estaban mal.
Siempre pensé que la que estaba mal era yo.
Porque si todos señalaban lo mismo… entonces debía ser verdad, ¿no?
Eso me hizo crecer con una idea deformada de mí misma.
Una idea en la que todo lo que yo era, no era suficiente.
Ni bonito.
Ni aceptable.
Con los años, las niñas empezaron a mirarme diferente.
De arriba a abajo.
Con esa mirada que no dice nada… pero te lo dice todo.
Era como si me evaluaran.
Como si cada parte de mi cuerpo fuera una falla a la vista.
Y yo, de nuevo, pensaba:
“¿Hay algo malo en mí?”
La respuesta era obvia para mí en ese momento:
Sí.
Así crecí.
Convencida de que algo estaba roto en mí.
Aunque ahora sé que no era así.
Sé que no estaba mal.
Que sólo era una niña… una niña con un corazón más grande de lo que el mundo sabía manejar.
Pero entonces… no lo sabía.
Y lo peor es que nadie me lo dijo.
Sonreía, sí.
Había momentos de felicidad.
Me gustaba estar con mi familia.
Pero mi mente siempre regresaba a los comentarios.
A las miradas.
A las risas a mis espaldas.
Mis dientes nunca fueron perfectos.
Manchados, disparejos.
Recibí comentarios por eso desde muy pequeña.
Niños que preguntaban sin filtro.
Algunos lo hacían por curiosidad.
Otros por burla.
Nunca supe diferenciarlos.
El daño era el mismo.
Dejé de sonreír mostrando los dientes.
Comencé a taparme la boca cuando reía.
Aprendí a sonreír con los ojos, a fingir que no me dolía.
Pero sí dolía.
Mucho.
Me avergonzaba de cosas que no debería haber notado siquiera a esa edad.
No tenía un abdomen plano como las otras niñas.
No tenía cintura marcada.
No tenía manos finas ni rasgos delicados.
No tenía un cabello lacio y perfecto.
Yo era otra cosa.
Yo era "menos".
Y ellas, ellas eran la referencia.
La medida.
La meta inalcanzable.
Y me pregunto ahora…
¿Por qué una niña debería sentirse así?
¿Por qué me enseñaron, desde tan temprano, que mi valor dependía de cómo me veían los demás?
La respuesta es tan oscura como simple:
Porque el mundo es cruel con las niñas diferentes.
Con las que no encajan.
Con las que no callan del todo, pero tampoco gritan.
Con las que sienten mucho.
Con las que no tienen la fuerza suficiente para defenderse, pero sí el corazón suficiente para perdonar.
Y yo era una de ellas.
La que se miraba en el espejo buscando errores.
La que se medía con ojos ajenos.
La que lloraba por sentirse fea.
Por no poder cambiar lo que era.
Por odiarse por cosas que no entendía.
Y sin embargo… nunca odié a nadie.
Ni siquiera a quienes más daño me hicieron.
Nunca pude.
Aunque lo deseaba con todo el dolor que tenía guardado.
Nunca supe cómo odiar.
Y eso… eso fue mi condena.
Y también, de alguna retorcida manera, mi salvación.
Porque odiar me habría destruido.
Me habría convertido en lo que me hirió.
Y yo, por más rota que estuviera, nunca quise dejar de ser yo.
Ahora, con el tiempo, miro hacia atrás y me doy cuenta de muchas cosas.
De que ellos no eran perfectos.
De que sus comentarios no eran verdad.
De que yo no estaba rota.
De que no debía haber sentido vergüenza por ser distinta.
Pero entenderlo no borra el dolor.
No borra las veces que me escondí.
No borra las veces que me odié a mí misma por no poder odiarlos.
Solo lo hace más claro.
Más real.
Ahora sé que ser niña no me protegió del juicio.
Que ser buena no me libró del dolor.
Y que callar nunca fue la solución.
Pero también sé que sobreviví.
Que sigo aquí.
Que sigo sintiendo.
Y que ese corazón que no supo odiar…
Hoy late más fuerte que nunca.
Y aunque muchas veces desee haber sido otra…
Hoy, con todas mis heridas…
Me abrazo.
Porque no merezco cargar culpas que nunca fueron mías.