O quizás debería decir: querida alma que, como yo, transita este camino incierto al que llamamos vida.
Hay momentos en los que uno se detiene a mirar hacia atrás, a contemplar el camino recorrido, y se da cuenta de que la vida —esta fuerza invisible que nos habita y nos guía— no es más que una inmensa obra de arte en construcción. Una que no se termina de trazar nunca, una que vive y respira con nosotros, que se moldea con cada decisión, con cada caída y con cada pequeña victoria que acumulamos a lo largo de los días.
Y es el tiempo… sí, el tiempo, ese escultor silencioso y paciente, el que se encarga de darle forma a todo. Porque la vida no se revela de golpe. No se entiende de joven, ni siquiera del todo de adulto. Es en el ritmo pausado del tiempo donde vamos comprendiendo sus matices, sus lecciones escondidas, sus colores verdaderos. Lo que un día fue caos, con el paso de los años se vuelve enseñanza. Lo que dolía, deja de sangrar y se transforma en una pincelada esencial del lienzo de nuestro ser.
He aprendido que la autodisciplina no es rigidez, sino una muestra de amor hacia uno mismo. Que la voluntad de superarse no surge de la presión externa, sino del deseo interno de crecer, de convertirse poco a poco en alguien más consciente, más libre, más verdadero. Cada día trae su propia tarea, su pequeño reto, su sombra y su luz. Y cada vez que enfrentamos ese día con valentía, aunque sea temblando, estamos pintando un nuevo fragmento de esa obra que es nuestra vida.
Pero nada de esto sería posible sin el paso del tiempo. Porque solo él nos da el espacio para equivocarnos y volver a empezar. Para reconstruirnos cuando todo se ha derrumbado. Para perdonar, sanar, soltar, y también, para agradecer. El tiempo nos enseña a mirar con otros ojos, a dejar de correr y empezar a observar. Nos permite madurar el alma como el fruto que espera su momento justo para caer del árbol. Y en esa espera, en esa evolución lenta, silenciosa y constante, se encuentra el verdadero arte de vivir.
A veces queremos respuestas inmediatas, soluciones rápidas, caminos rectos. Pero la vida rara vez se presenta así. Nos habla en curvas, en demoras, en pérdidas inesperadas. Nos arrastra, nos prueba, nos confunde. Y, sin embargo, cuando miramos hacia atrás con el corazón abierto, entendemos que todo formaba parte del diseño. Que nada fue en vano. Que incluso lo que no entendimos en su momento, tenía un lugar reservado en nuestra historia.
Por eso, creo que cada uno de nosotros es un artista, aunque no siempre lo sepa. Que vamos esculpiendo nuestra identidad con cada acto de perseverancia, con cada intento de mejorar, con cada paso dado en dirección a una versión más plena de quienes somos. Y que la vida, con todo su misterio, no espera obras perfectas, sino auténticas. Quiere que vivamos con intensidad, que sintamos con profundidad, que no temamos fallar, que tengamos el coraje de transformarnos una y otra vez.
Al final, cuando llegue el momento de soltar los pinceles, que nuestra obra quede inacabada, sí, pero vibrante, sincera, con marcas de lucha y trazos de amor. Que pueda hablar por sí sola de todo lo que fuimos, de todo lo que intentamos, de todo lo que nos atrevimos a ser.
Porque la vida no se mide en años vividos, sino en cuánto de nosotros dejamos en ella.
Con respeto al tiempo,
con gratitud por el camino,
y con la esperanza de seguir pintando,
un abrazo fuerte.
~Berry