Aquella noche, me hallaba en su casa, en su habitación, en su cama, con su marido. Al abrir la puerta, sosteniendo a la niña en brazos, nos observó sorprendida y decepcionada; en sus ojos, aprecié el dolor de una traición.
Hernán se incorporó velozmente de la cama, ajustándose el pantalón. Lia soltó un par de maldiciones y salió de la habitación. Tomé mi ropa, ajustando con calma las bragas y el sujetador, mientras la discusión en la otra habitación fungía como banda sonora y los llantos del bebé añadían un toque único a la melodía.
Acomodé mi cabello con un sutil movimiento de manos y salí de la habitación. En la sala, se encontraban ellos.
—¡Eres una perra desgraciada! —me abofeteó; extrañamente no sentí dolor, más bien una extraña mezcla de alegría y emoción. Sus ojos permanecían fijos en mí, tan significativos que incluso recurrió al golpe—. Estás loca...
Se resignó a decir, pero al darse la vuelta para tomar a la niña de vuelta, agarré el jarrón de porcelana que dividía la sala y la cocina y se lo estrellé en la cabeza.
Cayó al suelo con un estruendoso y hermoso ruido.
—¡¿Qué mierda te pasa? ¿Qué hiciste, cabrona?!
La miré; estaba de pie, su rostro palidecía mientras la sangre caía por su cráneo, manchando su hermoso cabello castaño rubio.
El sonido del motor del auto me hizo concentrarme. Observé a Lia y luego a mi celular para tomarle una fotografía.
—¡Eres una puta loca, Alondra!
Parpadeé un par de veces y dirigí de nuevo mi mirada a Hernán en el suelo, gritándome con sus ojos de víctima.
—¡¿Dónde está?!
—¡Nunca te lo diré! —dijo, golpeándome. Se levantó y corrió hacia las escaleras.
Fui a la cocina y tomé un cuchillo.
—Hernán, ¿dónde te escondiste?
Cada escalón que subía crujía, creando un ruido molesto pero a su vez agradable.
—Hernán.
Al llegar al pie de las escaleras, el sonido terminó en un ruido sordo, indicando que el suelo estaba hueco.
Cerró una puerta.
—¡Te encontré!
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