—Decretaron cuarentena en mi zona. —Un silencio incómodo aparece—. ¿Puedo quedarme contigo? —pregunta mi madre con cautela, desde el umbral de mi puerta.
Han pasado tantos años, desde la última vez que nos vimos en una situación similar. Aquella vez era yo quién permanecía en su pórtico, expectante a su respuesta.
Todo comenzó cuando tenía 20 años.
Me enamoré de la persona más maravillosa que he llegado a conocer, es tan decidida, extrovertida, valiente, amable, dulce y extremadamente fuerte; su corpulenta apariencia contrasta con su corazón de malvavisco —de hecho, así suelo llamarle— Anna, la mujer con quién comparto mi vida.
Por aquel entonces, creí que mi relación con mi madre era tan buena, bonita y podíamos confiar mutuamente. Sin pensar mucho, me atreví a contarle el gran secreto que llevaba escondiendo por tanto tiempo, pensé: «¡es el momento!» después de todo, tampoco quería seguir ocultando mis sentimientos por Anna.
Su respuesta, no pudo ser más hiriente:
—¿No puedes ser normal? —preguntó mi madre, al confesarle mi amor por aquella mujer.
Cuatro palabras que se grabaron en mi cerebro, reproduciéndose incontables veces cuál jingle publicitario; lacerándome más profundo en cada repetición.
¿No puedes ser normal?
¿Qué quiere decir con eso?, ¿qué significa ser normal?, ¿acaso amar es anormal? Sin duda esas y muchas preguntas más, pasaron por mi mente en ese entonces.
Lo que siguió a esas cuatro palabras, fue una sentencia de exilio, pues mi madre decidió que no quería una "marimacha" en su casa.
Sintiéndome aterrada, sola, abandonada. Vagué sin rumbo fijo, caminé tanto hasta que mis piernas se sintieron como bloques pesados y luego sólo me escurrí en el suelo por el cansancio.
—¿Paula? —preguntó Anna con la mirada ensombrecida y la preocupación casi palpable en su voz.
Sin embargo, en mi cabeza sólo seguía sonando aquel jingle del horror; en ese momento, era tan difícil para mí escuchar lo que decía, pues lo que salía de su boca se oía tan lejos, tan distante.
Ni siquiera sé, cómo fue que llegué hasta su edificio, pero allí estaba yo, en el piso completamente perdida.
Anna es mayor que yo por cinco años, sus padres jamás han tenido problema con la orientación sexual de su hija. Desde niña se interesó en el deporte, llegando a formar parte, del equipo olímpico de halterofilia. Por su apariencia tostada, fornida, cabello corto asimétrico y su casi permanente ceño fruncido, bastantes haters se gana en la calle que, la llaman camionera, cachapera, entre otros tantos insultos más. Es esa la razón principal para tener el apoyo de su familia. En palabras de su madre «ya suficiente odio hay allá afuera para también ponérsela difícil en casa», mientras que, para su padre, ella sigue siendo su "niñita", una que pesa casi 80 kilogramos, mide 1.76 y puede cargarlo sin problema.
—Paula querida, con el tiempo tu mami entenderá —me dijo la señora Ann, madre de Anna; sosteniendo mis manos, brindándome ese calor de mamá que necesité.
—Si —apenas susurré, aún perdida en mis pensamientos.
—Polilla toma esto —Anna suele llamarme así porque soy blanca, chica y frágil, como una pequeña mariposa.
Sostuve el té de manzanilla y miel que me trajo para calmar mis nervios. Se sentó a mi lado y acurrucó junto a ella, mientras usó su mano izquierda para sobar con fuerza mi brazo, en un intento fallido por tranquilizarme y aplacar el temblor de mi cuerpo. Sólo que el frío nacía de mi interior.
Durante los siguientes días, los musculosos brazos de Anna se convirtieron en mi refugio, su hombro en mi pañuelo, su departamento en mi hogar y su familia pasó a ser la mía.
A pesar de eso, yo sentí que debía solucionar las cosas con mi madre, así que casi a diario fui a buscarla, primero en su trabajo: Siempre la negaron. Luego decidí ir a casa: Jamás atendió la puerta.
Un día finalmente se abrió, pero sin mediar palabra alguna, sólo sacó una maleta y volvió a cerrar.
En ese momento, observando la valija y aquella puerta color caoba tras la cual desapareció mi madre; un mar de confusas emociones apareció ¿Realmente estaba sola ahora?, ¿qué sería de mí?, ¿a dónde iría?, ¿me odia?... ¿Tanto?
Lágrimas marcaron mi rostro con cicatrices transparentes, mientras cargué aquella pesada maleta, la cual resultó más ligera que, todo el lodazal que llevaba en mi interior.
—¡Polilla dame eso! —Anna de nuevo apareció frente a mí, ahora tomando mi equipaje.
Observé a mi alrededor, dándome cuenta, que sólo había avanzado escasos metros desde el portón en casa de mi madre, entonces ¿Qué hacía Anna allí?
—Vine por ti —contestando así la pregunta que no formulé.
—¿Cómo lo supiste?
—Y ¿Dónde más estarías? —me preguntó en tono compasivo y mostrando una sonrisa—. Vamos a casa.
Los días se volvieron semanas, las semanas fueron meses y en todo ese tiempo mi madre jamás se interesó en buscarme, llamarme o saber de mí.
¿Cómo era posible que ni siquiera un mensaje de texto recibiera de su parte?
Luego de meses, decidí que era el momento para volver a buscarla. Fui a casa, toqué el timbre y aquella puerta caoba, mostró a mi madre, quien inmediatamente se cruzó de brazos y frunció el entrecejo al verme.
—¿Qué haces aquí? —preguntó en tono neutral.
—¡Quiero hablar contigo! —mi voz sonó casi al maullido de un gato carente de atención.
—¿Aún sigues "enamorada"? —preguntó con dejo burlón y formando comillas al aire con sus dedos índice y medio. No podía creer que para ella mis sentimientos fuesen sólo un juego, algo de qué mofarse.
—Mamá, sigo siendo tu hija y me duele todo esto —lágrimas amenazaron con salir, pero hice todo lo posible por controlarme, aunque cada palabra que emanaba de su boca resultara tan hiriente.
—¡Prefiero una hija puta que una cachapera! —espetó en forma tan cortante, antes de volver a poner aquella barrera de caoba entre ambas.
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Editado: 11.08.2020