Recuerdo las luces, cómo confundían mi vista y manchaban todos los alrededores. La sangre en el suelo se distinguía cuando la luz azul se encontraba con ella. Recuerdo los gritos, la bulla, el dolor... su rostro.
—Oye —la voz de mi mamá me aclaró la mente—. Quería comentarte algo importante, pero primero la cena. ¿Está bien?
Asentí y volví la mirada a las gotas que corrían por la ventana. Ella seguía ahí; sentía cómo la brisa se colaba por la puerta. Así que eso me obligó a levantarme del suelo y acompañarla abajo.
—Así se hace, mi princesa —me dijo mientras me acompañaba bajando las escaleras.
Ambas nos sentamos en la fría mesa del comedor y, sin mucho protocolo, comenzamos a comer. Solo se escuchaba el sonido que hacíamos cuando movíamos los cubiertos, al masticar y cuando poníamos el vaso de regreso en la madera.
Ese silencio era un huésped más desde hacía unos meses. Tenían el mismo tiempo que la herida en mi cabeza.
—Tu hermana vendrá —me sorprendió escucharla hablar—. No quería perderse estos días.
—¿Por qué lo dices como si fueran vacaciones? —respondí con arrogancia soltando mi tenedor contra el plato.
—¿No te has cansado de vivir tan triste todo el tiempo? —Negué con la cabeza, insultada por la actitud que ella y mi hermana habían querido tomar.
—Deberíamos hacer una fiesta ya que estamos.
—Estefany —me interrumpió con el tono de voz que usa al regañarme—. No te pido que seas feliz de pronto, pero dejarte nublar con esto puede solo hundirte, alejarte de tu familia y tú, mejor que nadie, lo sabes —me miró fijamente.
No tuve nada que decir; no mentía. Mi papá había pasado por eso después de separarse de mamá; esa es la razón que yo le doy. No es que tenga otra explicación de su actitud distante y repentina. No lo conocía tan bien, pero no me pareció casualidad que hubiera actuado de esa forma poco después de que mi mamá tomara a mi hermana y a mí para irnos de la casa en donde ahora comíamos.
—Hija —suspiró como si se hubiera arrepentido de lo que me dijo—. Sé que no estuve ahí y que tu dolor es diferente —se tomó una pausa—. No es tu culpa; no fue suya y realmente nadie tiene que ver con lo que pasó. No podías cambiarlo, no podías hacer nada...
Me levanté de la mesa furiosa, crucé la sala, tomé las llaves de mi auto y fui a por él. Pequeñas gotas de lluvia fueron empapando mi ropa y mi cabello. Hacía frío; recuerdo lo mucho que me gustaba estar ahí por esa razón. En Alois el clima casi siempre es el mismo. Mi padre amaba eso también.
Me monté en mi auto con ese amargo recuerdo de cómo nos hacía vestirnos a todas para los días lluviosos. Le encantaba vernos correr hacia los charcos; le gustaba hacernos bailar y cantar bajo la lluvia. Y ahora, ni siquiera podía ver las nubes grises sin acordarme de él.
Golpeé una y otra vez el volante mientras se me hacía imposible frenar las lágrimas. Yo sé que podía haber hecho algo mucho antes. Tuve que estar más pendiente; tuve que ser más astuta, notar las tantas señales que me tiraba a la cara. ¿Por qué no pude haber llegado antes? ¿Por qué se lo tuvo que guardar para sí? Frené cuando mis manos y mi cabeza comenzaron a palpitar de dolor. Me tiré contra el asiento y de reojo vi la carta que había puesto en el asiento de al lado semanas antes.
Fui paseando por las calles poniendo atención a todo como era costumbre. Gracias a ser tan observadora, más de una vez di con la vista con buenos lugares de comida, algún que otro centro comercial y con el lugar de café que más amaba en el mundo. A mamá y a mi hermana no les gusta, pero gracias a la abuela supe tomarle cariño desde temprana edad.
Frené al ver el semáforo en rojo y mi mirada quedó cautivada por un lindo perro que acompañaba a su dueña a cruzar la calle. Sonreí al recordar al príncipe que me esperaba en casa, mi Oso; era un perro pequeño, pero lo suficientemente grande como para que se me hiciera difícil cargarlo de vez en cuando. Lo encontré en una caja junto a sus hermanos, que fui regalando a miembros de mi familia a lo largo de los días. Pero me quedé con el más lindo, sin exagerar, un lindo y peludo perro sin raza de pelo negro tan oscuro como sus ojos.
Después de recordarlo perdí la noción del tiempo, desde la casa de papá a su oficina había una distancia considerable y el traficó citadino no lo hacía nada agradable, pero después de tanto estaba frente a un edifico enorme, con puertas que se abrieron solas al acércame y muchos ejecutivos pasando de un lado a otro muy ocupados como para notar mi presencia.
—Hola —intentaba leer el nombre que relucía en su pecho cuando habló de pronto.
—¡Tanto tiempo! —Dijo, demasiado feliz—. ¿Recuerdas quién soy?
—Claro —no tenía idea de quién era.
Ella sonrió; era una chica muy guapa y, con sus ojos de un color avellana, era fácil de distinguir de cualquier otra. Pero no hubo nada que me ayudara a saber quién era.
—Soy Alejandra —me sonrió. Se dio cuenta rápido de que no sabía nada de ella—. La hija de la antigua recepcionista, mi mamá, dejó el puesto cuando supo la noticia de tu padre —mi cara no reflejó mucha simpatía—. Lo siento. Mi madre también dice que soy muy imprudente —ya si mi expresión de incomodidad no le era suficiente para que guardara silencio, era más tonta que imprudente—. ¿En qué puedo ayudarte? —dijo con un tono de voz suave.
Mi cara sí funcionó.
—Vengo a buscar algo de mi padre —levanté la carta de mi auto para que pudiera verla—. Me preguntaba si podía ir a su oficina.
—No deberías poder, pero porque las Navidades se acercan, nadie está tan pendiente de quién entra o no —era una chica muy risueña, regalaba sonrisas sin problemas—. Te haré ese favor —miró algo en la pantalla de su computadora— y me tomaré la responsabilidad. No te preocupes —señaló hacia un lado, dejando abrir la puerta en la misma dirección—. Sabes dónde queda.
—Gracias —no duré mucho en sumergirme en el palacio oficinista que era el edificio.