Cada Verano Sin Ti

1: El principio siempre es prometedor

 

Nada se compara al primer día de verano.

Desde que era un niña he sentido una conexión inexplicable con esta temporada del año, todo lo relacionado con el sol, las olas, los granos en la arena y las gaviotas me transporta a un mundo en donde todo se siente perfecto.

Siendo una chica que romantizaba el verano desde que tiene memoria, por supuesto que soñaba con los famosos amores de verano. Quería enamorarme por unos meses, tan impactante y tan extraordinario que ese sentimiento durara por otros meses más, hasta volvernos a encontrar.

Había razones para que eso no me sucediera a mí, Fantasy Marie Jefferson Torres. Así como mi nombre, mi mente estaba llena de fantasías y sueños, sueños que se acaban cuando abría los ojos y tenía que continuar con mi vida terriblemente normal.

Lo único que me desconectaba unos meses de mi realidad era ir a visitar a mi madre a Pearl Coast. Un paraíso para los turistas extranjeros que se llenaban las maletas con camisetas, artesanías y llaveros de los locales.

En Pearl Coast podía ser quien yo quisiera, podía salir con atuendos menos combinados, dejarme el rostro sin maquillaje, únicamente con hidratante y protector solar y sobre todo, podía salir cada día con la esperanza a que algo en mi historia cambiara.

Tener diecisiete años es extraño. Eres demasiado grande como para ser considerada una niña, aunque muchos días te sientas aun indefensa e incapaz como una. Tampoco eres una adulta, no puedes hacer muchas cosas legalmente hablando y necesitas autorización de tus padres para otras.

Sin embargo, tener diecisiete años es emocionante, estar en el limbo entre la adolescencia y la adultez te permite sentir al máximo, soñar con un futuro extraordinario y sobre todo, te es permitido ilusionarte cuando te enamoras pues una vez que creces, es como si existiera un guion que todos siguen y dejan de sentir sus emociones y usan más “la lógica”.

Pero en mis maletas, no hay espacio para la lógica.

Cuando termino de empacar le doy un vistazo rápido a mi habitación y me pregunto qué pasará con ella una vez que me vaya a la universidad. Sé que Juliette, la esposa de mi padre, es lo suficientemente amable como para conservarla tal y como está pero Juliette tiene dos hijos varones de once y doce años, cuando ellos crezcan un poco más, es probable que papá mande todas mis cosas al sótano y le ceda a alguno de ellos este lugar.

Aún falta un año escolar para que eso suceda, tengo diecisiete pero mis padres optaron por inscribirme un año más tarde en la escuela, en mi primer año. Así fue como me retrasé técnicamente un año aunque no fue por mi culpa y a pesar que para ellos eso no es un problema, para mí siempre ha sido extraño, por algún motivo, tener que convivir con personas unos meses más jóvenes que yo.

Cuando eres adolescente, los años si importan. No es lo mismo decir que tu novio tiene dieciséis a decir que tiene catorce, cuando tú tienes quince. Es únicamente un año pero para los demás de nuestra edad, nos sienta mal.

Tomo mi maleta y mi bolso para bajar las escaleras. Desde ya escucho los gritos de mis hermanastros peleándose por el control de la televisión. Cuando llego hasta el final de las escaleras, Juliette corre hasta mí y me da un abrazo fuerte.

— ¡Marie, te vamos a extrañar! —Juliette siempre huele como a masa de galletas, quizás es porque todos los días prepara algún postre nuevo—¸ niños, vengan a despedirse de su hermana.

No me molesta que me llame “su hermana” aunque no lo somos realmente, ella se casó con mi padre hace seis años cuando sus hijos eran muy pequeños y yo era seis años más joven. Juliette nunca me desagrado, incluso hay días donde me agrada más que mi propio padre. Creo que yo también la voy a extrañar.

— ¡Marie! —Seth, el mayor, corre a abrazarme y colgarse de mi cuello—, por favor tráeme muchas conchas marinas. Te voy a extrañar.

Le devuelvo el abrazo con fuerza y cuando beso su mejilla, él se queja haciéndome reír. Luego viene Mitchell y me da un abrazo, pero más tranquilo.

—Pórtense bien, no quiero que se metan a mi habitación —les advierto.

Juliette sonríe pues seguro le agrada ver que su hijastra quiere a sus hijos como si fueran sus hermanos reales. A decir verdad, sí los quiero. Los conocí cuando tenía casi nueve años, unos meses después mi padre se casó con su madre. Ellos eran más pequeños, regordetes y con unas pestañas largas que aún conservan y aun envidio.

Ambos se parecen a su madre, Juliette Harrison, su apellido de soltera. Juliette es una mujer delgada, alta, con piel oscura y labios rosados. A pesar de tener más de cincuenta años, se ve como si rondara los treinta, se conserva muy bien.

No entiendo cómo pudo enamorarse de mi padre, supongo que tendrá sus razones pero no las puedo ver, me es más fácil comprender por qué mamá se divorció de él hace mucho tiempo.

Creo que Juliette fue más un regalo de la vida para mí que para mi padre. Gracias a la presencia de Juliette no crecí sin figura materna y tampoco crecí deseando no ser hija única. Tengo dos hermanos menores que, aunque sean un tanto ruidosos y molestos, son dos pequeños que me quieren mucho y yo los quiero también, así igual de mucho.

Mi papá es pediatra y conoció a Juliette el día que ella llevó a sus dos hijos a consulta, al principio fueron amigos, una amistad que duró unos años y luego pasó lo que pasó, se enamoraron y se casaron.

El padre biológico de ellos murió cuando el hijo menor, Mitchell tenía solo unos meses. Hubo un accidente en la construcción donde trabajaba y perdió la vida. Esa historia me la contó Juliette una única vez y no quiso entrar en detalles, yo tampoco indagué de más, sus ojos se le llenaron de lágrimas y supe que no importa cuánto tiempo pase, cuando amas a alguien y la vida te lo arranca por una u otra razón, siempre en tu corazón quedará el rastro de ese sentimiento.




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