Un frío viento trajo consigo un lamento que retumbó entre las tinieblas. Mi piel se erizó, a causa de las reminiscencias. Una neblina carmín llegó rápidamente, traía entre sus fauces el aroma de la muerte. Sentí irascible el sabor de su sangre, evidencia de mis crueles actos, inhumanos y despreciables. Un aullido melancólico brotó de mis propias fauces. Ya no había más lágrimas en mis ojos, solo sangre en los lagrimales.
Pálido era mi rostro, rasguñadas tenía las mejillas, uñas clavadas en mi espalda y mi carne se escurría.
El rincón de mis adentros con una luz se iluminó, no era luz de esperanza, era de recriminación. Un brillo escarlata me mostró la realidad, mis manos hicieron el trabajo me negué a realizar.
Deseo ser condenado a la soledad de mil vidas y a vivir exiliado a causa de las desdichas.
Arrepentido, postrado, sumido con las manos sobre pedrisco frío, vi el rojo elixir de su vida, salpicado en el camino. Tenía un semblante abatido y taciturno, grité con fuerza ¡piedad! bajo aquel cielo nocturno.
Un sentimiento culposo se apoderó de mí, era evidente aquel acto tan impío y gris.
Quise eliminar de mi mente su iris suplicante, que me miró con tristeza, con ira y acusante. Extraños sentimientos coparon mi corazón, creé una barrera de yerto cerrazón, impidiéndome escuchar la indudable reclamación.
Aquella lujuria sangrienta fue el triste dilema que tuve que enfrentar. Ya no había más vida ni ternura en su mirar.
Los rayos de la luna se posaron sobre su piel, ella perdió su sonrisa, ya no brillaron sus ojos de miel. A causa del plenilunio la sangre negra se veía, su cuerpo estaba desnudo, miles de heridas tenía.
Ya no poseía ninguna vitalidad, el rosa se fue de sus labios y de su cutis angelical. Retumbó en mi cabeza su voz, suplicándome piedad.
Mi corazón palpitante acrecentó su ritmo, su esencia he devorado, aumenté su cruel martirio. Mis manos nerviosas entraron en desesperación, al haber sido maquilladas con su corinto interior. Vi sus lágrimas escapar con desesperación, ellas me reconocieron como su despreciable sayón. Me reclamó con tristeza, quiso alejarse por completo, creando gran distancia, por mi hipócrita sentimiento.
Sus dulces ojos me miraron con terror, su alma estaba maltrecha, copada de desilusión. Me odio con tanta fuerza, clamo al cielo una maldición, que envíe sobre mí, no merezco su perdón.
Ella no pudo explicarse como su dulce y gran amor, estaba segando su existencia, su vitalidad le devoró. Quiero confesarle, que jamás fui un farsante, fui sincero y en ocasiones arrogante, al poseer tan magno y puro amor. Te suplico mil veces me perdones y te juro por los más fuertes monzones, que vimos tras tu ventana, que eres dueña de mi alma y la señora de mi vida, te amo bella Camila.
En el interior de su mente, vio mi rostro de demente. Su sufrimiento era por pasión, por los recuerdos de nuestra unión. No la lastimaron mis manos, ni los colmillos en sus labios. Sino su falsa creencia, que no la aprecié en realidad. Yo te juro que en verdad, te he de amar por siempre, aunque nunca más pueda tenerte.
La cruel noche llegó y consigo trajo el recuerdo de su sonrisa, su alegría era amable, desbordante y tibia. Añoro su dulce piel sobre la mía, la suavidad de sus caricias que me llenaban de excitación. Lo tibia que era su respiración, recorriéndome la espalda, las cosquillas que me hacía con sus uñas largas.
Extraño el sabor de sus labios, de sus besos, la caricia de sus dedos y el aroma del cabello que era a rosas, y el color de sus pecas picaronas, que adornaban y envolvían sus mejillas.
Recuerdo su cabello rojizo revoloteado cuando despertaba. Se sentaba con las piernas cruzadas, y detrás de ella, por la ventana emergía el sol, delineando sensualmente su silueta. Dormía con una blusa que le quedaba suelta, la tela se adhería a sus curvas tan finas y delicadas que me incitaban a recorrerlas con mi lengua. La prenda se deslizaba por sus hombros, mostrándome la pureza de su tez y la sensualidad de la mujer.
Arrugaba su nariz cada vez que sonreía, yo simplemente la veía, y admiraba su rostro angelical, ella fue mi más dulce manjar. Agradezco eternamente a la naturaleza, haber creado tan magna y tan noble belleza.
Nuestros besos desataron gran pasión, le retiré la blusa, disfruté de su candor. Sus pechos eran portadores de pureza, y brotaban sus pezones como flores de cereza, dones rosas en realidad deleitables, tiernos y virginales.
La veía morder sus labios y sonreír con picardía. ¡Oh! magnifica efigie de armonía y perfección femenina. Amé con desesperación el sonido de su voz, la ternura en su mirada, el latir de su corazón.