Cuando ella nació muchas emociones diferentes surgieron por todo el reino de Turmalina. Fue una gran alegría y una enorme preocupación al mismo tiempo. Después de mucho tiempo, el príncipe esperado era una princesa. El rey, sin embargo, no parecía preocupado, lo que inquietaba aún más a la población. Ese día, muchas familias sufrieron cuando sus bebés recién nacido les fueron arrebatados, aunque otras lo consideraron un honor. Cuando la mayoría de ellos fueron devueltos a las pocas semanas de nuevo hubo júbilo, pero también decepción. Cuando los años pasaron y los niños arrebatados crecían al tiempo que la princesa, cada vez se estrechaba más el círculo y tras rivalizar fieramente, a los diecisiete años de edad, él era el único que no había sido devuelto a su familia, o había muerto en el intento, como les había pasado a otros. Pero todavía le quedarían años más de brutal entrenamiento y aprendizaje para estar frente al cometido por el que, según le habían enseñado, había nacido. No conocía nada más. Sólo que estaba allí para ella. Se convertiría en el compañero de la princesa del reino de Turmalina, pero no su rey, por supuesto, sino su compañero en la batalla. Poderoso, héroe, siervo. Sin reconocimiento, sin voz. Ni siquiera la había visto en persona, y no lo haría hasta que el rey muriera y ella ocupara su lugar. Podía ocurrir en cualquier momento teniendo en cuenta que hacía décadas que vivían en una guerra continua contra el averno.
En las mañanas, entrenaba a la hora de comer, comía brevemente y estudiaba estrictamente, cenaba y volvía a entrenar hasta acostarse exhausto. Siempre a la misma hora, siempre en el mismo lugar. Y a la mañana siguiente sería lo mismo. No podía quejarse, no podía huir, no podía negarse. Ya lo había intentado todo, hasta que su espíritu había quedado reducido a nada. A ella, a su cometido. No la conocía, pero suyo era su ser, su entrega y su vida. Él no era más que un sacrificio más en aquella guerra. Sin nombre, ni apellido, ni familia, no era nadie.
A veces, mirando por la ventana de la pequeña habitación de su prisión privada, ahora que sólo quedaban él y sus maestros, apartada, solitaria y silenciosa, se imaginaba que ella estaba observando la misma Luna desde su palacio. Y, aun así, sentía que no estarían viendo lo mismo. Ella era una princesa, él no era nadie. No importaba. En su mundo no existía ya nada. Ni siquiera la guerra era importante. Sólo ella. Era lo que le habían enseñado. Protegerla, cuidarla y dar la vida por ella. Nada más.
Diez años después, el rey murió en una incursión y fue su momento de abandonar la vida que conocía y encontrarse con ella.