El cortejo debería ser algo encantador y maravilloso. Un acto lleno de magia entre dos personas deseosas de conocerse y compartir sus caminos. Tumbada en su enorme cama con dosel, alzó la mano para mirarse el tatuaje que la magia de la Cadena de batalla había dejado en su muñeca sintiendo en ella el poder, incluso si no era posible ver la cadena. Ella ahora conocía la magia. Sabía cómo hormigueaba su cuerpo uniéndola a Aike y para nada sentía lo mismo cuando andaba cerca el duque Gorton. No era capaz de encontrar ni un sólo aliciente en él y su padre allá donde estuviera sabía que se había esforzado. Era justamente la clase de hombre con la que jamás buscaría tener una conversación voluntariamente. Le evitaría todo lo posible de estar obligada a ello. Pero ahora, ¿qué otra cosa podía hacer? El pueblo le consideraba una buena opción, la única opción.
—¡Maldita sea! —Quería patalear.
Quería comportarse como una niña mimada, pero no podía ser. Ya no. Ahora era la reina de Turmalina. Por muy impotente que se sintiera debía solucionarlo con elegancia, al menos en frente de otros. Además, ya no tenía a su padre para que la consintiese. Ni siquiera había podido tener un tiempo de duelo en condiciones, eso no estaba permitido para una reina. Y ahora, tan pronto como había sucedido, tenía que enfrentarse a la situación de emparejarse no sólo sin amor sino que era un hombre al que estaba segura de que jamás le tendría ningún cariño. Empezaba a pensar que quizá le tenía más tirria de lo normal porque estaba obligada a soportarlo. No quería aquello. Era frustrante. Había oído a su padre riendo de lo feliz que le hacía que su hija se centrase en el entrenamiento y no en los hombres. Ella sólo bailaba divirtiéndose con algún joven, pero lejos estuvo ninguno de llegar a su dormitorio, pues ni ella prestó jamás ni atención ni tampoco su corazón, ni ninguno se atrevió a ir más allá con la futura reina de Turmalina sabiendo que su futuro parecía brillante a la vez que infausto y que su padre vigilaba. Pero ahora las circunstancias habían cambiado y no podía dejar de pensar que si hubiera escogido a uno de esos jóvenes nobles que bailaban tan bien y su padre lo hubiera aceptado ahora todo sería más fácil.
Se levantó de la cama de un salto. Sólo habría una cosa que la animara en esa situación. Entrenar. Cruzó su dormitorio y su sala de estar y llegó hasta la habitación hecha para ser ignorada. Estaba todo impoluto. Lo único que había cambiado desde el primer día era un plato vacío del desayuno sobre la mesa individual y la estantería que ahora estaba repleta de libros. Era lo único que Aike hacía cuando ella permanecía en su dormitorio sin necesitar escolta.
—¡Aike! —gritó apareciéndose estrepitosamente a su espalda.
Aike pegó tal brinco que se cortó el rostro con la navaja con la que estaba afeitándose frente al discreto espejo.
El siervo se giró bruscamente e hincó la rodilla hacia ella por instinto.
—¿Te estás afeitando? —comentó con curiosidad, aunque no era realmente una pregunta, por lo que Aike no sintió la necesidad de responder lo obvio— ¡Pues levántate y termina! —le apremió brillante—. Vamos a entrenar.
—Sí, mi señora —formuló con absoluta obediencia.
Se levantó con presteza y entonces Xhadara vio la herida que goteaba ya por su barbilla mezclando la sangre con el jabón de afeitar.
—¡Qué descuidado! —mencionó acercándose a él y tomándole de la barbilla, ignorando el hecho sabido por ambos de que el corte había sido culpa de ella.
Aike apartó la mirada con una expresión que Xhadara nunca había visto en él. ¿Vergüenza?
—Lo solucionaré enseguida, mi señora.
—Siéntate —exigió ella en cambio.
—Yo...
—¿Te he dicho ya que odio que me rehuyas la mirada, Aike? —le preguntó— Siéntate ahí —insistió señalando a la modesta silla que Aike usaba para comer, leer o cualquier cosa que tuviera que hacer sentado.
Cogió una toalla y la limpió la navaja con cuidado. Acercó la navaja al rostro de Aike con cuidado.
—Mi señora... —intervino nervioso—. No es necesario. Yo mismo puedo... no tardaré...
—No te cortaré. No más de lo que te has cortado tú —bromeó limpiando la sangre y rodeando la herida con cuidado.
—No es por eso, mi señora. Puede cortarme todo lo que desee, pero no soy digno...
—¿Por qué iba a cortarte? —Se le antojó un comentario absurdo. Aunque, por otro lado, Aike sólo estaba mostrando lo que evidente a para él. Le pertenecía por completo, fuera como fuera que le tratase. Xhadara ignoró ese hecho al instante—. Yo acostumbraba a afeitar a mi padre casi diariamente, ¿sabes? —explicó ella amablemente muy concentrada—. Era nuestro tiempo de charlar padre e hija. Era divertido —sonó a añoranza.
—Creo que nunca he tenido la oportunidad de deciros que lamento la pérdida de vuestro padre, mi señora.
—Ya... gracias... Es todo tan... irreal sin él.
Cruzaron una triste mirada cómplice brevemente y Aike volvió a agachar la vista y ella regresó a concentrarse en la navaja.
—Lo has vuelto a hacer —le regañó Xhadara de nuevo, esta vez a media voz y ligeramente divertida.
Parecía que hacer aquello la hacía sentir mejor, así que se dejó afeitar sin protestar más. Se dejaría rebanar la garganta si así ella fuera más feliz.
—Creía haber leído que a los eunucos no tenían casi vello —comentó de repente distraída. Aike permaneció un momento en silencio. Sí, parecía claramente avergonzado. Esa era la expresión que no había podido asegurar antes—. Te molesta hablar de eso. Lo entiendo. No debe ser un tema agradable para ti. Perdona.
—No se disculpe, mi señora, se lo ruego. Simplemente nadie habla de esa clase de cosas. Es sólo que yo era mayor entonces. Por eso me sigue creciendo algo la barba.
—¿Qué edad tenías? —preguntó con verdadera curiosidad pero con una suavidad poco habitual en ella.
—Diecisiete —declaró con rapidez.
—¿Tan tarde? ¿Por qué? —pronunció muy sorprendida.