Dmitry ………………………………………………………………………………………………………………………………………………..
El auto se detuvo frente al portón principal. Dos de mis hombres esperaban, atentos. El lugar seguía oliendo a miedo.
Bajé, Enzo iba delante, Giovani detrás, el padre de Isabella nos abrió la puerta, sonrisa falsa, whisky caro y muebles viejos.
—Bienvenidos, signori Moretti —dijo, como si esto fuera una cena y no la venta de su hija.
Entramos al despacho, él habló demasiado, quería sonar seguro pero solo sonaba desesperado.
—La familia Moretti gana respeto político; nosotros, protección… y silencio —dijo, levantando el vaso.
No respondí, Enzo asintió con gesto breve ,Giovani, de pie a mi lado, no parpadeaba.
—Melissa, ven —ordenó el padre de pronto.
Ella entró. Oscuro, sencillo. Cabello suelto. La mirada… dura. Un saludo breve.
—Buenas tardes —dijo ella. La voz baja, pero firme.
Vi el golpe. Base de maquillaje encima, pero el rojo seguía allí. Silencio incómodo. El padre carraspeó, buscando seguir hablando de negocios.
—¿Qué le pasó en la cara? —pregunté, seco.
Ella se tensó. Su mano tembló un segundo.
El padre abrió la boca.
—Se cayó —dijo.
Mentira obvia. La miré directo.
—¿Te caíste?
Ella apretó los labios. Bajó la vista.
El padre se impacientó.
—Ya está bien, no exagere…
—¿La golpeó usted? —pregunté. Sin subir el tono.
Silencio. Nadie respiraba. Él se puso rojo.
—Es mi hija y le exijo respeto…
—¿Le pegó? —insistí. La voz, más fría.
Ella cerró los ojos. Solo un segundo, bastó para confirmarlo.
El padre apretó los dientes.
—Fue un momento… estaba nerviosa. Contestó mal. Tenía que aprender.
Giovani se movió medio paso. Enzo contuvo el gesto.
—No levante nunca más la mano contra ella —dije. Bajo, firme. Sin alzar la voz.
El padre tragó saliva.
—Es mi casa…
— Cuando llevé mi nombre, eso cambia —corté.
Ella ni se inmutó. Se quedó ahí, de pie, quieta. Fuerte. No una víctima. Una mujer que odia que la vean como víctima.
—¿Puedo hablar a solas con ella? —pregunté.
El Enzo titubeó ,pero padre intervino.
—Es lo mínimo que merecen. Son los que van a casarse.
Nos dejaron en una sala contigua. Había una ventana, unas sillas tapizadas. Cerré la puerta tras nosotros. Ella permanecía de pie, los brazos cruzados, sin mirarme.
—¿Puedo? —dije, señalando una silla.
—Haz lo que quieras, eres el que compra—respondió con sarcasmo suave.
—¿Te pega seguido?
Ella se mantuvo derecha.
—A veces —respondió, sin bajar la cabeza.
—¿Eso te importa?
—Sí.
—¿Por qué? —dijo, dando un paso atrás—. ¿Porque vas a casarte con una chica rota y quieres que al menos esté entera?
—Porque no tolero a los hombres que levantan la mano a una mujer. Y porque si estoy metido en esto, necesito saber con qué clase de infierno estoy lidiando.
Ella rió con amargura.
—Con uno silencioso. Con puertas que no se abren y gritos que no se oyen.
La observé con más atención. Había un vendaje oculto en su brazo izquierdo, apenas visible bajo la blusa.
—¿Tienes miedo de mí? —le pregunté de pronto.
Ella me sostuvo la mirada.
—No, tengo miedo de dejar de ser yo… en todo esto.
Y por un segundo… no supe qué decir. porque por primera vez, no vi a la hija de un político, ni a un trato, ni a una estrategia. Vi a alguien más.
—No voy a tocarte —le dije finalmente—. No ahora ,no si tú no lo permites, no soy tu padre.
Ella parpadeó. Por un instante, su coraza tembló. Y después, simplemente asintió.
—Gracias —susurró.
Fue la primera palabra que me dijo sin rabia.
Me puse de pie. Busqué en el bolsillo interior del saco y saqué una caja pequeña, negra, de cuero suave. La miré unos segundos antes de alzar la vista hacia ella.
—Esto no es un símbolo de amor —dije—. Pero sí es parte del trato. Y quiero dártelo ahora… sin más testigos.
Ella me miró por fin, y algo en su mirada tembló. Abrí la caja.
El anillo brilló bajo la luz tenue de la sala: oro blanco, con un diamante central sencillo, elegante. Nada ostentoso. Solo frío y claro, como todo esto.
—Dame tu mano —le pedí, en voz baja.
Ella dudó. Tragó saliva.
Y cuando me ofreció la mano izquierda, vi que temblaba. No era un gesto dramático. Era el tipo de temblor que nace del miedo reprimido.
Su mano era pequeña. Y helada.
Deslicé el anillo con cuidado. Aun así, noté cómo tensaba los dedos, como si el metal le quemara.
Cuando terminé, ella retiró la mano lentamente. No la miró. Solo la bajó, ocultándola entre los pliegues de su blusa, como si llevar ese anillo fuera una vergüenza.
Guardé la caja. No dije más.
—Prepárate, no falta mucho.
Me giré. Salí del cuarto.
Fuera, el aire seguía pesado.
—Quince minutos exactos —dije.
Enzo no replicó. Giovani tampoco.
Subí al coche. No dije nada más. Pero en la cabeza me quedó grabado el temblor en su mano……y el silencio culpable del padre.
Me senté frente a Giovanni, con dos whiskys servidos.
—¿Celebramos tu compromiso? —bromeó.
—Ni lo menciones —respondí seco, bebiendo de un trago.
Él me miró serio.
—¿Fue tan malo?
—Fue lo que tenía que ser —contesté, cruzando los brazos.
Luego bajó la voz.
—Anoche la vi… bueno, no directamente. Un amigo me dijo que estaba mal, casi no podía caminar.
Fruncí el ceño.
—¿Mal cómo?
—Pálida, descompensada… como si se fuera a desmayar. Pensamos que fue cuando le dieron la noticia del matrimonio.
Mi mandíbula se apretó.
—¿Y el padre?
—Borracho, como siempre. No me sorprendería que el golpe… ya sabes.
—No es asunto mío —dije, más seco de lo que quería—. No me casé con ella aún. Solo es un acuerdo.
Editado: 29.08.2025