Cadenas De Seda Y Fuego

El peso del silencio

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Dmitry

Abrí la puerta sin avisar. Eran las siete y ya había ruido abajo. Pensé que Melissa estaría lista, pero seguía tirada boca abajo, con el vestido arrugado, tacones puestos y el maquillaje corrido, como una muñeca rota olvidada en un rincón.

—Melissa —dije, sin rodeos.

Ella se movió, levantó la cabeza y bajó la mirada sin ganas.

—¿Qué hora es? —preguntó con voz apagada.

—Demasiado temprano para alguien que no parece haber dormido —respondí frío—. Hay que bajar.

Intentó sentarse, pero parecía que la idea misma de levantarse la agotaba.

—¿Así que aún no te acostumbras? —le pregunté, con voz áspera—. A este lugar, a este trato, a tu futuro.

Se giró y me lanzó una mirada que cortaba el aire.

—¿Crees que quiero esto? —escupió, con rabia contenida—. No soy un premio que se entrega porque tu familia lo ordena.

—Nadie dijo que fuera un premio —le dije, sin suavidad—. Esto es un compromiso ,un pacto y si te niegas, solo causarás problemas.

—¿Problemas? —rió, amarga—. El problema es que ustedes creen que pueden comprar y vender personas como si fueran objetos. Yo no soy parte de ningún pacto.

—Eso te lo haces creer —respondí, acercándome—. Pero la verdad es que aquí no elegimos.

Ella apretó los puños.

—Entonces dime, ¿qué se supone que haga? ¿Que finja estar feliz? ¿Que me calle y me entregue a un hombre que ni siquiera conozco?

—No espero que finjas —dije, mirándola a los ojos—. Espero que sobrevivas.

—¿Eso es lo mejor que puedes ofrecer? —gritó, levantándose de golpe—. ¿Sobrevivir? ¿A esto? ¿A esta farsa?

—No hay otra opción —respondí con voz firme—. Así funciona este mundo, Melissa. Y cuanto antes lo entiendas, menos te dolerá.

Ella me lanzó una mirada llena de odio.

—Si este mundo duele, más duele cuando te obligan a vivirlo.

—No vine aquí para escucharte quejarte —dije, sin dejarme intimidar—. Vine para que te prepares.

—Prepárate para qué —susurró—. Para perderlo todo. Para ser una prisionera.

—Para ser la esposa que te toca ser —contesté, con voz seca—. No hay futuro sin este sacrificio.

Un silencio tenso nos separó.

Ella bajó la cabeza, las lágrimas asomándose sin poder contenerlas.

—No puedo hacer esto —murmuró.

—Tendrás que hacerlo —concluí, girándome hacia la puerta—. Porque no hay vuelta atrás.

Me acerqué, más despacio de lo que debía. Podía ver cómo se tensaban sus hombros, la forma en que apretaba los labios, conteniendo algo entre rabia y nervios.

—Levanta los brazos —ordené, más bajo, casi rozando el susurro.

—¿Qué? —preguntó ella, girándose apenas, el ceño fruncido.

—El vestido… está diseñado para que alguien lo quite, ¿no? —respondí, con un deje de ironía.

—No necesito que me “rescates” —espetó, pero sus brazos temblaron al alzarse.

Me acerqué más. Pude oler su perfume: algo suave, pero dulce, que no esperaba. Bajé el cierre lentamente, la yema de mis dedos rozó su nuca. Ella contuvo el aliento, lo sentí, igual que el calor que me subía al pecho.

—No tienes por qué quedarte tan cerca —dijo, con voz ronca, casi como un reproche.

—Tampoco tú —repliqué, más grave de lo que quería.

El vestido cedió, deslizándose por su espalda hasta quedar enredado a la altura de sus caderas. Ella lo sujetó con una mano, casi sin querer dejar que cayera del todo.

—¿Tan difícil es mirarme a la cara? —preguntó, sarcástica, pero había algo más en su voz: un temblor que no era solo rabia.

—Créeme, te estoy mirando —respondí, sin pensarlo.

Nuestros ojos se cruzaron. Por un segundo, nada existió fuera de esa mirada. Ella tragó saliva, sus mejillas enrojecieron, y yo tuve que recordarme por qué estaba allí.

—Termina ya —susurró, pero su voz sonó más como una súplica que una orden.

—Si me dejas… —dije, bajando un poco más el cierre hasta que el vestido se soltó del todo.

Ella se cubrió con los brazos, pero el gesto fue torpe, vulnerable. Mis ojos se movieron sin permiso: su piel, pálida y suave, la curva de su cintura, el brillo tembloroso en sus ojos.

—Dios… —murmuré, antes de poder callarme.

—¿Qué? —espetó, molesta, intentando cruzar más los brazos sobre el pecho.

—Eres… —tragué saliva, odiando que mi voz saliera tan baja— más hermosa de lo que pensé.

Sus pupilas se dilataron. Vi cómo tembló de nuevo, y esta vez no fue de miedo, sino de algo que los dos entendimos demasiado bien.

—No digas eso —susurró ella, la voz rota, respiración agitada.

—¿Por qué no? —dije, dando medio paso más cerca—. ¿Te molesta… o te asusta?

—Porque no cambia nada —respondió, y por un momento, su voz no sonó tan segura.

El silencio se volvió tan denso que casi dolía. Podía escuchar su respiración, rápida; sentir el calor de su piel, casi rozándome.

—Melissa… —murmuré, sin saber qué más decir.

—Vete —pidió, apenas audible.

Asentí, dando un paso atrás. Pero no aparté la vista hasta que me giré del todo.

Al salir, la respiración me ardía en el pecho, y el pulso me retumbaba en las sienes.

Yo ya esperaba al pie de la escalera. No dijimos nada. Solo nos miramos por un segundo. Fue suficiente para que volviera esa corriente eléctrica, ese maldito calor que ni los muros fríos de la casa lograban apagar.

—Estás lista —dije, seco, como si mis palabras no cargaran nada más.

—No me quedaba opción, ¿verdad? —contestó ella, con la misma dureza.

Me acerqué y le ofrecí el brazo. Dudó. Vi cómo apretaba la mandíbula antes de posar la mano, apenas rozándome. Sentí el tacto, tan ligero que dolió más que un golpe.

Los niños corrieron. Matteo me tiró del pantalón. Bianca se pegó a Melissa.

—¡Zio Luca! Dimytri!—gritó Matteo, con esa voz aguda que siempre lograba romperme el semblante.




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