Cadenas De Seda Y Fuego

Encierro de Cristal

Melissa

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Me quedé de pie unos segundos, sola en el umbral, con la maleta a un lado y el eco de la palabra “bienvenida” todavía retumbando en mis oídos, pero sonaba más a burla que a algo real. La casa, por más hermosa que fuera, parecía una prisión disfrazada de palacio. Tan silenciosa que hasta los muebles parecían conspirar en mi contra.

Cerré la puerta con brusquedad, sin cuidado, como si el ruido pudiera romper ese silencio enfermizo que me oprimía el pecho. Di unos pasos por la habitación, el suelo crujía débilmente, y yo odiaba ese sonido porque me recordaba lo frágil que me sentía.

Me acerqué al ventanal. La fuente en el patio hacía su juego de agua, calmada, perfecta… todo menos yo.

Me dirigí al armario con fastidio, sin ganas. Pero cuando abrí las puertas y vi toda esa ropa colgada, ordenada por colores, telas y estaciones, sentí que algo en mí se quebraba un poco más. Ropa de diseñador, zapatos carísimos, prendas que parecían sacadas de un catálogo… y todas, para mí. Para esta extraña que ahora tenía que ser “Melissa Moretti”.

¿Desde cuándo todo esto estaba aquí? ¿Quién tuvo la desfachatez de decidir por mí? ¿Luca? ¿Sus hombres? ¿Quién había invadido mi vida sin preguntarme nada?

Toqué el vestido azul marino con rabia contenida. Esa tela fina y perfecta no podía cubrir lo que sentía: que nada de esto me pertenecía. Que era una jaula de lujo donde me habían encerrado.

Sin fuerzas, fui al baño y me di otra ducha, no para limpiar el cuerpo, sino para intentar enjuagar la rabia, la impotencia. Pero el agua solo arrastró un poco del cansancio, dejando intacto el fuego en mi pecho.

Volví a la habitación y me envolví en una bata que encontré tirada sobre la cama. Corrí las cortinas con frustración y apagué la lámpara del tocador. No quería ver nada más.

Me metí en la cama, tapándome hasta el cuello, con el corazón encendido y la mente dando vueltas.

Tomé el celular y marqué a Sofi, la única persona que me hacía sentir que todavía existía fuera de este mundo absurdo.

—¿Sofi? —dije, la voz temblándome un poco.

—¡Meli! He estado llamando toda la noche. ¿Estás bien?

—¿Cómo quieres que esté? —solté con amargura—. Llegué tarde y esto… esto es un infierno disfrazado de palacio.

—¿Y cómo es todo? ¿Ya estás en la casa?

—Sí —respondí, con un suspiro cargado de rabia—. Es enorme, fría, silenciosa. Más que una casa, parece una prisión para alguien como yo.

—¿Y él? ¿Cómo es?

—Frío, distante, como si yo fuera solo un papel que tiene que firmar. No un ser humano. Todo son órdenes, instrucciones, reglas. No quiero ni imaginar cómo debe ser su mundo, si eso es lo que se llama normalidad.

Sofi calló un instante.

—¿Te trata bien?

—Bien —dije con un tono cortante—. No me ha levantado la mano, pero me ha dejado claro que no importa lo que yo quiera o sienta.

—¿Y qué me dices de tu cuarto?

—Es un insulto —respondí con rabia—. Hermoso, sí, perfecto, sí, pero lleno de ropa que ni siquiera elegí. Toda comprada para “mí”, sin preguntarme nada, sin siquiera pensar si quiero o necesito algo. Es como si me hubieran metido en una etiqueta que no pedí.

—¡¿Ropa tuya?!

—No, ropa para la muñeca de alguien más —murmuré—. Para la esposa que esperan que sea, no para la que soy.

Me acurruqué entre las sábanas, sintiendo que ese vestido azul, esos zapatos caros, esa casa enorme, no me pertenecían. Y que nadie me preguntó si quería pertenecer a ese mundo.

—Estoy harta, Sofi. Harta de que decidan por mí. Harta de esta farsa.

—No estás sola —me aseguró ella.

—Ojalá pudiera creerlo —cerré los ojos, con el corazón pesado.

La puerta se abrió con suavidad y apareció la señora del servicio, una mujer mayor con una expresión amable, cargando una bandeja con comida cuidadosamente preparada.

—Señorita Melissa, le traje algo para que no pase hambre —dijo con voz dulce, colocando la bandeja sobre una mesita cercana.

—Gracias… —dije, sin saber muy bien cómo reaccionar.

—¿La dejo aquí?

Asentí y le hice un gesto para que entrara. Ella colocó la bandeja sobre la mesa frente al ventanal. Había té, fruta cortada, galletas y algo que parecía pan con queso tibio

—Gracias —repetí.

—Estoy cerca si necesita algo más. Solo presione el botón junto a la puerta —me indicó, antes de retirarse con una leve inclinación. Cerré de nuevo, algo aturdida.

—¿Mel? —volvió a sonar Sofí por el altavoz—. ¿Quién era?

—Una mujer del servicio. Me trajo comida... .

La miré sin decir nada. No tenía hambre, no quería probar nada. No toqué la bandeja.

Ella asintió comprensiva, recogió la bandeja lentamente y se despidió con una sonrisa suave, como si entendiera que hoy no era mi día.

Me quedé sola otra vez. Recorrí el cuarto despacio, tocando las superficies frías, mirando cada detalle como si buscara alguna señal de que todo esto no era una prisión.

Intenté sentarme en la silla junto al escritorio, pero no aguanté. La fatiga me venció.

Me acosté en la cama, pero el sueño no llegaba.

El peso en mi pecho era demasiado.

Tomé la caja de pastillas que había comprado para que me ayudaran a calmar los nervios y a dormir un poco.

Con manos temblorosas, tomé una, la tragué con un sorbo de agua y cerré los ojos, deseando que ese instante terminara, que el dolor se adormeciera y que la noche me diera un respiro, aunque fuera pequeño.




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