Dimytri
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Salí de la casa sin avisar. No podía quedarme ahí, respirando el mismo aire que ella, viendo cómo se alejaba lentamente en su mundo. Necesitaba salir, aunque no supiera a dónde ir. Cerré la puerta tras de mí con más fuerza de la que pretendía. La lluvia aún empapaba las calles y el viento frío me golpeaba el rostro. Me metí en el coche y conduje sin rumbo, dejando que el motor y el sonido de los limpiaparabrisas fueran lo único real.
Después de unos minutos, terminé en un bar oscuro y casi vacío. La luz roja y azul de los neones hacía que todo pareciera borroso, como si el mundo estuviera en pausa.
Me senté en la barra y pedí un whisky doble, seco. El barman me miró sin mucha sorpresa, ya me conocía demasiado bien.
—Otra vez solo, Dmitry —dijo con una sonrisa cansada.
—No estoy buscando compañía —respondí, mi voz áspera.
Una mujer sentada a mi lado me lanzó una mirada. Sonrió, moviendo la cabeza con complicidad.
—¿Quieres distraerte? —me preguntó, con voz seductora.
La miré, pero no vi nada más que sombras. Apreté el vaso con fuerza y le di la espalda.
—No estoy para eso —dije cortante.
Ella se rió, divertida, y se inclinó para tocar mi brazo.
—Vamos, solo un rato...
Por un instante, mi mano se movió, casi rozándola. Pero entonces, la imagen de Isabella apareció, nítida, golpeando mi mente.
—No —susurré con voz seca—. No hoy.
Aparté la mano de golpe y me levanté, dejando dinero sobre la barra. La mujer frunció el ceño y murmuró algo, pero no me importó.
Salí del bar con el corazón latiendo con fuerza y la sensación de derrota ardiendo en el pecho.
La lluvia interior no había cesado, solo había cambiado de lugar.
Salí del bar como si huyera de algo que ni yo entendía. El aire de la noche estaba más frío que antes, y cada paso que daba me recordaba lo que acababa de hacer... o mejor dicho, lo que no fui capaz de hacer.
Conduje de regreso a casa en silencio, con las luces de la ciudad reflejándose en el parabrisas mojado. Al llegar, apagué el motor y me quedé sentado, mirando el reflejo de mi propio rostro en el cristal. No había nada que me gustara de lo que veía.
Entré por el vestíbulo, dejando las llaves en el cuenco de siempre. La casa estaba silenciosa, demasiado. Caminé hasta la biblioteca, empujando la puerta que crujió apenas.
Giovani estaba ahí, como casi siempre, revisando documentos junto a una copa medio vacía. Alzó la vista al verme.
—Volviste pronto —comentó, levantando una ceja—. ¿No encontraste lo que buscabas?
—No lo sé —dije, mirando al suelo—. Ni siquiera sé qué buscaba.
Giovani giró la copa entre sus dedos.
—¿Has visto a Melissa?
—No está bien, Dmitry —dijo sin rodeos, con la voz tensa—. Melissa no ha bajado de su habitación desde la tarde, no ha tocado comida, Beatrice dejó la bandeja, pero ella ni la abrió.
Lo miré, incrédulo.
—¿Y qué esperas que haga? ¿Debería bajar y arrastrarla al comedor?
Giovanni me lanzó una mirada dura.
—No, pero alguien tiene que hacerla bajar, o se va a hundir en esa soledad que parece querer abrazarla. No puedes seguir dejando que se muera entre esas cuatro paredes.
La rabia me subió.
—¿Crees que no lo intento? ¿Crees que no la he mirado? La vi ayer, frágil, rota… Y todavía me siento impotente para hacer algo.
Giovanni apretó los dientes.
—Ella necesita que la saques de esa prisión, Dmitry. Pero tú estás igual de preso que ella. ¿Cuánto tiempo más vas a esconderte detrás de tu orgullo?
—No es orgullo. Es miedo. —La voz se me quebró, y tuve que calmarme—. Miedo de arruinar lo poco que queda entre nosotros. Miedo de que todo esto... sea solo un juego del que no pueda salir.
Giovanni se acercó y apoyó una mano firme en mi hombro.
—Entonces lucha, Dmitry. Lucha por ella. Porque si no lo haces, la perderás para siempre y no habrá whisky, ni mujer, ni nada que pueda reemplazar lo que estás dejando escapar.
Me quedé en silencio, con el peso de sus palabras clavado en el pecho.
—Subiré a verla —dije finalmente, con voz baja, casi un susurro—. No puedo seguir huyendo de mi propia casa.
Giovanni asintió, sin perder la mirada.
Subí las escaleras rápido y llegué a su puerta. La encontré entreabierta. Entré con cuidado. Allí estaba, dormida, acurrucada bajo la manta, la bandeja con comida a un lado, intacta. Su respiración era lenta y profunda, como si quisiera escapar de algo.
Me quedé unos segundos observándola, sintiendo un peso en el pecho que no podía explicar. La casa, la tormenta, todo parecía esperar.
Editado: 29.08.2025