Cadenas De Seda Y Fuego

Ella no grita

Melissa

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Desperté con la luz del sol filtrándose entre las cortinas gruesas. Afuera, el cielo estaba claro, sin señales de tormentas. La lluvia de la noche anterior había limpiado el aire, pero no mis pensamientos. Me sentía cansada, triste, como si el peso de todo me aplastara más que antes. Había dormido poco, y la soledad de la casa me envolvía como un manto frío.

Me duché con lentitud, sin prisa ni ganas. Me puse algo sencillo —una blusa blanca y pantalones claros que encontré en el fondo del armario— y bajé al comedor con pasos lentos, casi arrastrados. No sabía si Luca estaba en casa, pero no me importaba. No tenía fuerzas para preguntarlo.

En la cocina, Beatrice —la señora del servicio que me había traído la cena anoche— me recibió con una sonrisa cálida, aunque percibí en sus ojos una sombra de preocupación.

—Buongiorno, signorina. ¿Cómo se siente hoy? —preguntó con suavidad.

—Cansada —respondí sinceramente—. Pero bien. ¿Puedo ayudar en algo?

Ella me miró sorprendida, y después sonrió un poco, divertida.

—Ayudar... —repitió, como si esa palabra fuera ajena en esta casa—. Pero si insiste... puede acompañarme a alimentar al perro. Es temprano, y él aún no ha comido.

—Nero, Matteo me habló de él.

Asintió, limpiándose las manos con un paño.

—Sí, es un dóberman, muy inteligente, cuidadoso y territorial, sí, pero no agresivo. Si él te huele y siente que estás conmigo, no habrá problemas.

“Debería”, pensé con algo de desconfianza, pero asentí. Necesitaba salir de la habitación, respirar un poco. No quería sentirme solo una sombra más en esta casa.

Salimos por la puerta lateral hacia el jardín trasero. El aire olía a tierra mojada, a jazmín y pasto recién cortado. Beatrice llevaba un recipiente con carne y croquetas; yo sólo tenía las manos cruzadas frente a mí, algo tensa.

Cuando llegamos a la reja del patio trasero, apareció él: Nero. Alto, negro, musculoso, pero tranquilo. Nos miró con atención, con sus ojos profundos y atentos, pero no mostró agresividad ni ansiedad.

—Tranquilo, ragazzo —dijo Beatrice con voz firme y cariñosa—. Mira quién vino contigo.

Abrió la reja despacio. Yo me quedé quieta, sin saber cómo actuar.

—Solo entra y quédate cerca de mí —me indicó Beatrice.

Nero se acercó con calma, olfateándome a distancia sin prisa. Yo no hice ningún movimiento brusco. Beatrice puso el plato en el suelo, y Nero se acomodó junto a ella, vigilando pero tranquilo.

—Le agradas —susurró Beatrice—. Si no, no estaríamos aquí ahora.

Una sonrisa pequeña se dibujó en mis labios, casi sin querer.

—Es… hermoso —dije, acariciando con suavidad el lomo del perro—. Y… parece cuidadoso, no agresivo. Eso me tranquiliza un poco.

Beatrice soltó una risa suave, aliviada.

—Sí, es un guardián, pero también sabe cuándo bajar la guardia.

Me quedé un rato más en el jardín, dejando que el aire fresco me calmara un poco. Pero el cansancio y la tristeza seguían ahí, pesando en mi pecho, recordándome que esto apenas comenzaba.

Me quedé allí unos minutos, acariciando a Nero mientras él cerraba los ojos, tranquilo, como si estuviera en paz. Sentí una punzada en el pecho, algo parecido a esa paz me rozaba por un instante, pero se esfumó rápido.

Después, volvimos a la cocina. Sin decir mucho, comencé a ayudar a Beatrice con las tazas del desayuno, a preparar el té y a limpiar algunas frutas.

—No tiene que hacerlo, signorina —dijo ella, observándome con cautela, sin intentar detenerme.

—Lo sé —respondí con voz baja—. Pero necesito sentir que estoy viva aquí. No solo... encerrada.

Beatrice me miró largo rato, como tratando de leer algo que no decía. Finalmente asintió, más seria que antes.

—Entonces, si quiere, le enseño a hacer el pan que prefiere el señor —dijo, con un dejo de nostalgia—. Es una tradición de esta casa.

Asentí sin añadir palabra. No tenía preguntas. Solo la resignación silenciosa que me quemaba por dentro.

Después del desayuno, Beatrice no me dejó irme sin más.

—¿Lista para amasar? —preguntó con una sonrisa suave y el delantal ya puesto—. Esto puede ayudar a aclarar la mente.

Me sentí como una niña convocada a un ritual secreto.

—Lista —respondí con un suspiro, aunque no tenía idea de cómo hacer pan.

La cocina olía a levadura, harina y recuerdos que creía olvidados. Entre risas contenidas y explicaciones cortas de Beatrice, empezamos a preparar la masa. Ella trabajaba con destreza, mientras yo trataba de no dejar todo pegado en la encimera o en mi ropa.

—El señor Dmitry siempre ha preferido este pan con aceite de romero —comentó mientras amasaba con fuerza—. Lo ha comido desde niño.

—No sabía que le gustaban las cosas caseras —murmuré, sin esperar respuesta.

—Es más hogareño de lo que parece —dijo ella, sin mirarme—. Solo que lo oculta muy bien.

Guardé ese comentario en silencio, dejando que la masa absorbiera mis pensamientos sombríos.

Pasamos más de una hora en la cocina. Cuando el pan finalmente entró al horno, Beatrice me ofreció un poco de limonada fresca, y descansamos en el porche trasero.

Nero, que nos había estado observando desde el jardín, se acercó al oler el pan, moviendo la cola con suavidad.

Me limité a mirarlo, sintiendo que dentro de mí todo estaba seco, vacío.

Beatrice habló, llena de la calidez y la fortaleza que a mí me faltaba.

—Esta casa tiene sus secretos, signorina —dijo—. Pero también tiene sus momentos buenos. Hay que aprender a encontrarlos, aunque parezca difícil.

No dije nada. Solo asentí con la cabeza, dejando que sus palabras flotaran en el aire pesado que me rodeaba.

Cuando terminamos, el aroma del pan recién horneado llenó la cocina, mezclándose con el leve perfume a romero que todavía quedaba en mis manos. Beatrice sacó la bandeja del horno con un gesto que le salió casi natural, como quien ha repetido lo mismo mil veces.




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