Cadenas De Seda Y Fuego

Pan y silencio

Dmitry

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Enzo me había enviado un informe sobre el tema del muelle. Complicaciones con la mercancía, una revisión inesperada en la frontera, y rumores de filtraciones entre los nuevos. Las malas noticias siempre llegaban en ráfagas. Ninguna sola. Siempre juntas. Como la pólvora.

—Que se reúnan toda esta noche —le dije a Andrea por teléfono, mientras firmaba un contrato sobre la importación de maquinaria legal—. Y mándale a Cesare los videos de seguridad, quiero ver las caras de los que estaban cerca del depósito esa noche.

Corté sin esperar confirmación.

A veces hablar de negocios era más fácil que hablar de personas. Las órdenes eran claras. Las consecuencias también. Pero lo otro... lo humano… siempre era más resbaloso.

A lo largo del día di más instrucciones de las que podía recordar. Firmé tres acuerdos. Suspendí a dos hombres. Mandé un mensaje al cartel de Marsella. Envié flores a la madre de uno de mis socios por protocolo. Nadie podía decir que Luca Moretti no cumplía.

A eso de las ocho de la noche, salí finalmente de la oficina. Estaba por subirme al auto cuando el celular vibró.

Giovanni.

—¿Qué pasa?

—Nada urgente —respondió su voz, pero su tono lo desmentía—. Solo quería mencionarte algo, vi a Melissa hace un rato. Se la notaba… algo débil, Beatrice también la notó pálida.

Me detuve en seco. Las llaves colgaban de mi mano.

—¿Se desmayó o qué?

—No que yo sepa. Solo… estaba más callada. Dijo que fue al que le cayo mal, pero no sé, Dmitry. Tú me pediste que te avisara si notaba algo.

Me quedé unos segundos en silencio. No era la primera vez que Giovanni me advertía algo. Pero esta vez… sonaba distinto.

—No me importa que se sienta débil o lo que sea —respondí, cortante—

—Dmitry...

—No tengo tiempo para esto , ya casi salgo.—corté la llamada sin darle oportunidad de responder.

Corté.

Cuando llegué, el jardín estaba oscuro y silencioso. Entré por la puerta principal y cerré con fuerza, más de lo necesario.

Beatrice apareció al instante, secándose las manos en el delantal.

—Buenas noches, señor Dmitry.

—¿Por qué no me dijiste que Melissa se sintió mal?

Su rostro cambió. No de miedo. Sino de leve incomodidad.

—Ella no quiso que la molestáramos. Dijo que fue algo que comió.

—¿Y tú le creíste?

—No del todo. Pero respeté su palabra.

Apreté la mandíbula. No iba a discutir con ella. Pero el malestar era real.

Me quité el abrigo y caminé hacia el estudio. El silencio de la casa me pesaba más de lo habitual. Había un aroma distinto. Familiar. Cálido.

Pan.

Me acerqué despacio, sin ganas de hacer ruido. Solo quería confirmar que estaba ahí y que nada grave había pasado.

Le aparté un mechón de cabello con indiferencia. Tenía buen color. Eso bastaba.

Me iba a dar la vuelta cuando su voz cortó el silencio. No parecía molesta ni enferma, solo cansada, como si el mundo le pesara demasiado.

—Pensé que estabas dormida —dije sin molestia en fingir nada.

—No, ¿Qué haces aquí? —preguntó de pronto, con la voz ronca pero firme.

—Giovanni me llamó —respondí sin mirarla—. Dijo que te vio mal, vine a ver si seguías viva.

No me sorprendí. Ya sabía que no dormía. Me limité a cruzar los brazos y apoyar el hombro contra el marco de la puerta.

—¿Y eso qué? ¿Ahora todos tienen que reportar mi estado contigo? —respondió con sarcasmo—. Ya puedes dormir tranquilo, sigo respirando.

—Pero si te desmayas en esta casa, si terminas en el hospital, el problema no va a ser solo tuyo y a mí me toca explicaciones y no tengo ganas. —contesté sin parpadear—.

—Qué alivio escucharte tan... preocupado —dijo con ironía venenosa—. Ah, claro. Ahora soy un “problema”. Al menos lo admites.

—No pongas palabras en mi boca —solté, más seco.

—¿Y qué querías que hiciera? ¿Enviarte un mensaje cada vez que me duele algo? ¿Una lista con mis síntomas?

—Quiero que no me mientas. No es mucho pedir.

—Tú me mientes todos los días —espetó—. ¿Quieres que hablemos de eso?

La miré fijo. Había fuego en sus ojos. Pero no el tipo que me gustaba.

—¿Y tú qué esperas, Melissa? ¿Un abrazo? ¿Una carta de amor? No lo vas a tener —repliqué con frialdad.

—No espero nada de ti.

—No vine a discutir contigo —corté.

—Entonces no hables como si me tuvieras en nómina. No soy tu empleada. No soy tu mascota. No soy tu maldito proyecto de caridad.

—No eres nada mío. Pero vives en mi casa.

Eso la hirió. Vi cómo apretó la mandíbula.

—Perfecto. Entonces la próxima vez que me sienta mal, me largo. Para que tu casa no se contamine con mis “problemas”.

—No necesito tus amenazas melodramáticas.

—No me canso de ver cómo te haces la víctima —dije, sin moverme—. ¿Estás enferma? Bien. Cuídate. Pero no esperes que me arrodille a preguntarte si quieres que te acaricie la frente.

—No necesito tus caricias —disparó—. Ni tu presencia. Me va mejor cuando no estás.

—Entonces nos hacemos un favor mutuo —respondí seco—. Yo tampoco me muero por estar aquí.

Se quedó en silencio. No por dolor, sino porque no esperaba que no me inmutara. Pero no lo haría. No esta vez.

—¿Algo más? —pregunté.

—Antes de que me lo pidas con más poesía… —me enderecé y di un paso hacia atrás—. Probé el pan que hiciste.

Frunció el ceño, desconfiada.

—¿Y?

—Comestible —dije sin emoción—. Sorprendente viniendo de ti.

—¿Ese es tu intento de ofensa?

—No, es una observación objetiva. Pensé que quemarías hasta el horno.

—Qué pena decepcionarte.

—No lo lograste —sonreí con ironía—. Solo me confirmaste que hasta tú puedes seguir las instrucciones de una receta. Milagrosamente.

—Eres insoportable.

—Lo sé. Pero al menos no finjo ser otra cosa.

—. La próxima vez, no entres a mi habitación, ni, aunque me esté muriendo. —dijo con los ojos clavados en los míos.




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