Melissa
............................................................................................................Estaba sentada en el comedor, con una blusa demasiado elegante para estar en casa, porque no tenía más ropa cómoda. Él entró sin anunciarse, como siempre. Me observó en silencio desde la puerta unos segundos, hasta que habló con ese tono seco que usaba cuando estaba irritado por algo que aún no había mencionado.
—¿Otra vez sin comer? —preguntó, dejando el móvil sobre la mesa.
—No tengo hambre —respondí sin mirarlo.
—¿No tienes hambre o estás jugando?
—¿Jugando a qué? —bufé, levantándome de la silla con un movimiento torpe—. ¿A sobrevivir en una casa que no pedí? ¿A fingir que esto no es una cárcel lujosa?
—Cuidado con cómo hablas, Melissa —advirtió, caminando hacia mí—. Nadie aquí te está haciendo daño.
—¿No? ¿Estás seguro? Porque obligar a alguien a vivir con un extraño a cambio de una deuda... no suena precisamente lindo.
—Tu padre hizo ese trato, no yo —respondió con esa frialdad calculada que usaba para cortar cualquier discusión.
—¿Y cómo voy a saberlo si te la pasas mintiendo? —sentí que la rabia me subía por la garganta—. Ni siquiera me dejaste acercarme desde que llege.
Él se rió, una risa seca, sin humor.
—Acercarte… No sé de qué hablas. Si cada vez que intento que hablemos, me escupes veneno.
—¿Y tú qué esperabas? ¿Que te recibiera con los brazos abiertos? ¿Que fuera la esposa perfecta de tu maldito teatro? —di un paso hacia él—. Lo único que has hecho desde que te conocí es tratarme como si fuera un problema que te cayó del cielo.
—Porque lo eres. —Su mirada se volvió más dura—. No eres la niña dulce que me pintaron.
—¿Dulce? —escupí la palabra con asco—. ¿Querías una muñeca? ¿Una que sonriera y callara mientras tú jugabas al gran jefe?
Él hizo un gesto de fastidio.
—Quería a alguien con quien pudiera hablar sin sentir que me está midiendo para ver dónde clavar el cuchillo.
—No sabes nada de mí.
—Sé lo suficiente. —Me atravesó con la mirada—. Y sé que mientes, siempre.
Mi respiración se aceleró. Me estaba empujando, y lo sabía.
—¿Y tú? ¿El gran santo? ¿El salvador? Eres un experto en jugar con la vida de los demás como si fueran fichas de ajedrez.
—Yo juego para ganar, tú solo sobrevives.
—¿Y eso qué? ¿Te hace mejor que yo?
Él me sostuvo la mirada unos segundos… y entonces lo dijo.
—No eres la niña dulce que me vendieron, Melissa, eres una tormenta constante, agresiva, cerrada y mentirosa.
Me quedé congelada. El silencio se volvió tan pesado que me dolieron los oídos.
—¿La niña que te vendieron…? —repetí, sintiendo cómo la sangre me hervía—. ¿Eso soy para ti? ¿Una puta transacción?
—¡No quise decir eso! —soltó de inmediato, como si sus propias palabras lo hubieran traicionado.
—Pero lo dijiste —le corté, con el pecho subiendo y bajando—. Lo dijiste y eso es lo que realmente piensas, para ti solo soy un puto objeto más que compraste.
Él apretó la mandíbula, pero no respondió. Ese silencio… ese maldito silencio… me atravesó como una cuchilla.
—¿Sabes qué? —dije, con la voz temblando pero firme—. Preferiría estar con mi padre… o muerta, porque al menos ahí no tendría que sentir todos los días que soy la maldita sobra de alguien.
—Melissa… —dio un paso hacia mí.
—No, ni te atrevas. —Retrocedí, clavándole la mirada—. Contigo siempre termino siendo menos, menos importante, menos escuchada, menos querida, menos… todo.
Me di la vuelta, sentí las lágrimas correr por mis mejillas, pero no le iba a dar el gusto de verlas.
—Te odio —murmuré, tan bajo que no sé si lo oyó—. Te juro que te odio.
Él no dijo nada, no se acercó, no intentó detenerme.
Salí casi corriendo hacia las habitaciones, el corazón me golpeaba las costillas como si quisiera romperme por dentro.
Empujé la puerta con fuerza y, sin darme cuenta, choqué con una mesa baja. Un jarrón de vidrio cayó y se hizo añicos contra el suelo, el sonido seco y agudo llenando la habitación. Me quedé mirando los pedazos, con las manos temblando, sintiendo que ese jarrón era yo… rota en mil fragmentos imposibles de encajar.
No quise llorar. No le iba a dar ese poder.
Me llevé las manos al rostro, intentando controlarme, pero las lágrimas ya corrían sin permiso. ¿Cómo se atrevía a decir eso? ¿"No eres la niña que me vendieron"? ¿Qué clase de monstruo lo dice así? Me dolía tanto el pecho que pensé que me iba a romper por dentro.
—¡Maldito seas! —murmuré, furiosa, hablando sola—. ¡Esto no es mi culpa, cabrón!
Me incliné para recoger los pedazos del jarrón, pero las manos me temblaban tanto que no medí la fuerza, un filo de vidrio se me clavó en la palma.
—¡Mierda…! —jadeé, dejando que la sangre comenzara a correr entre mis dedos.
Me dejé caer sentada junto a los fragmentos, con el pecho agitado, la herida ardía, pero lo que más dolía no era eso.
La puerta se abrió de golpe.
—¡Melissa! —la voz de Beatrice resonó cargada de espanto. Corrió hacia mí, arrodillándose para apartar los trozos de vidrio—. ¿Qué hiciste? ¡Por Dios, estás sangrando!
—No… no fue a propósito —dije, la voz quebrada—. No intenté… hacerme daño, te lo juro, solo… —tragué saliva—, solo estaba enojada y rompí esto sin querer.
Beatrice me tomó las manos con cuidado, mirándome fijamente a los ojos, como buscando una verdad escondida en ellos.
—Tranquila Melissa te creo, me asustaste… —susurró, apretando un poco mis dedos, ignorando la sangre—. Prométeme que no vas a intentar hacer daño.
—Te lo prometo —contesté casi en un suspiro—. No quiero… no quiero eso, solo… estoy cansada, Bea , muy cansada.
Ella me abrazó, y aunque yo no quería que nadie me viera así, no tuve fuerzas para apartarla. Sentí su mano acariciando mi cabello mientras me repetía que todo iba a estar bien, aunque las dos supiéramos que no era tan sencillo.
Editado: 29.08.2025