Melissa
.....…......................................................................................
No podía quedarme encerrada.
La habitación se me hacía más pequeña con cada minuto, como si las paredes también tuvieran su voz. Como si todo aquí oliera a él.
Me puse una sudadera sobre la ropa que ya llevaba y salí sin hacer ruido. No me importaba si alguien me veía. Tampoco pensaba esconderme.
La casa dormía, o al menos fingía hacerlo.
Bajé las escaleras descalza, con pasos lentos. El mármol estaba frío bajo mis pies, pero me anclaba. Me hacía sentir viva, aunque fuera a base de escalofríos.
Llegué al patio trasero, el aire de la noche me golpeó la cara y cerré los ojos unos segundos.
Estaba fresco, húmedo, el cielo cubierto, pero sin lluvia.
La brisa traía olor a tierra mojada, a las plantas del jardín, al romero que Beatrice había sembrado cerca de las escaleras de piedra.
Caminé despacio, como si cada paso pudiera devolverme algo de mí misma.
Me senté en el borde de la fuente. No tenía agua corriendo, solo reflejos de la luna partida en trozos.
Me abracé las piernas. Respiré.
Y por fin, dejé que las lágrimas cayeran, en silencio, sin dramatismos. Como una fuga inevitable.
No era solo la pelea, ni el desprecio, era todo lo que me tragaba día a día sin decirlo.
Estaba cansada, de estar bien para los demás, de fingir que no me afectaban sus palabras.
No sabía cuánto tiempo pasé ahí.
Pero en algún momento, algo se movió detrás de mí. No era ruido de pasos. Era… un ladrido suave.
Me giré.
El dóberman, Nero se acercó despacio, sin ladrar otra vez, con la cabeza ladeada. Parecía confundido de verme ahí, sola, de noche.
—No eres tan terrible como aparentas, ¿eh? —murmuré.
Se sentó cerca, sin tocarme. Como si supiera que necesitaba espacio.
Hasta que lo escuché, pasos, firmes, decididos y entonces su voz.
Dmitry no dijo nada por unos segundos. Solo lo sentí acercarse con esa presencia suya que siempre ocupaba más espacio del que debía.
Se quedó a unos pasos de distancia. Lo suficiente para observarme, pero no tocarme. Ni con el cuerpo, ni con las palabras.
—Hace frío —dijo al fin, más seco que molesto.
—Pensé que estabas dormido —dije al fin, sin mirarlo directamente.
—Y yo pensé que tú no ibas a salir de tu cuarto ¿Por qué bajaste?—contestó con voz grave, ronca de noche, sin moverse.
—Porque no soporto esa habitación, porque no puedo dormir, necesitaba estar lejos de ti —respondí sin rodeos,ncogí un poco más sobre mí misma.
Otra vez, silencio.
El silencio volvió, pero esta vez tenía filo.
—Solo necesitaba aire —susurré, como si tuviera que justificar algo, como si no fuera libre de respirar.
—No es seguro —añadió, seco—. Salir sola de noche.
—¿No es seguro en tu mansión blindada con treinta hombres armados? —pregunté con una sonrisa rota—. Qué interesante.
Su mandíbula se tensó, pero no respondió.
—Tranquilo, Dmitry, no vine a morirme en tu jardín.
—No bromees con eso —soltó, cortante.—. Pero no te ves bien.
—¿Y qué esperabas? ¿Una sonrisa? ¿Un gracias por gritarme antes?
Él suspiró, pero no respondió. Caminó unos pasos más y se sentó, no en la fuente, sino frente a mí, en el suelo de piedra, con los brazos apoyados sobre las rodillas.
Casi al nivel de mis ojos.
Y eso, por alguna razón, me descolocó.
—No sé por qué te cuesta tanto decir la verdad —murmuró.
—¿La verdad? ¿Quieres la verdad, Dmitry?
Él no respondió. Solo me sostuvo la mirada.
—Estoy cansada —solté—. No físicamente, de todo, de ti, de estar en una casa donde nadie me quiere, de sentirme una carga.
Sus ojos se endurecieron apenas, no por rabia. Sino porque lo estaba escuchando de verdad.
—No eres una carga —dijo al fin.
—Sí lo soy y lo sabes, solo que te molesta que yo lo diga primero.
—No, me molesta que tú misma te convenzas de eso —contestó, y por primera vez, su voz sonó menos afilada.
Me miró largo rato. Como si dudara si seguir hablando.
—No vine a pelear, Melissa.
—Pues elegiste un mal momento —me reí sin humor—. Porque yo todavía tengo ganas de hacerlo.
—No estoy aquí para eso.
—Entonces, ¿para qué? ¿Para hacerme sentir peor?
Dmitry negó despacio con la cabeza yluego, con un gesto que no me esperaba, se quitó la chaqueta y la puso sobre mis hombros, sin tocarme más de lo necesario.
El gesto me congeló más que el frío.
—No te acostumbres —dijo, al ver mi expresión.
—Ni lo pensaba —murmuré.
Nos quedamos en silencio, él frente a mí. Yo envuelta en su chaqueta. El perro se había quedado cerca, como si entendiera que esa noche todos necesitábamos algo de compañía.
—No entiendo por qué te quedas —dijo de pronto, en voz baja—. Si odias tanto estar aquí.
—A veces yo tampoco lo entiendo —respondí con honestidad.
Él asintió con lentitud. Como si esa respuesta dijera más de lo que yo había querido decir.
Después de un rato, se puso de pie.
—Entra. Mañana va a ser otro día de mierda si te enfermas.
—Ya estoy enferma, ¿no te habías dado cuenta?
Él me miró. No dijo nada, pero esa noche no respondió con rabia, solo me ofreció la mano, yo no la tomé.
Me puse de pie sola.
—Bien —dijo sin sorpresa—. Buenas noches.
Y se alejó, dejando la puerta abierta, como si supiera que yo también volvería.
Lo odiaba, pero esa noche, dormí con su chaqueta, no por calor, por terquedad.
O tal vez… por algo que no quería admitir todavía, por la madrugada, comenzo una tormenta.
Yo ya no era una niña, pero el miedo no siempre desaparece con los años, a veces se hace más profundo, más complejo. Más difícil de explicar.
Cuando los truenos comenzaron a golpear el cielo, intenté ignorarlos, pero cada estallido me recordaba aquella noche, la noche en que mi madre murió. Apreté las sábanas. El corazón me latía rápido. El aire me parecía espeso y cuando un rayo iluminó toda la habitación… me levanté.
Editado: 29.08.2025