Dmitry
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La casa de Enzo siempre había sido lo opuesto a la mía. Ruido. Risas. Olores familiares. Era casi un insulto al tipo de vida que yo llevaba… pero hoy, ese caos era útil.
Cuando abrí la puerta, Melissa dudó antes de entrar. La vi desde el rabillo del ojo: un paso lento, la mano izquierda apoyándose brevemente en el marco. No dije nada. A veces el silencio era una forma de prueba.
—Esta es la casa de Enzo, vamos a quedarnos unos días —le dije sin mirar atrás.
Ni un reproche, solo obediencia. Pero sus hombros tensos y la expresión alerta decían otra cosa. Siempre alerta… como si esperara una emboscada incluso entre los míos.
Fuimos recibidos por Elisa, la esposa de Enzo, una mujer amable de rostro luminoso, y sus dos hijos: Matteo, de siete años, y Bianca, de cinco. Ambos corrieron cundo me vieron y se quedaron viendo a Melissa.
—¡Tía Mel, ven! ¡Vamos a jugar a la tienda! —gritó Bianca, jalándola de la mano.
—¿A qué tienda? —preguntó Melissa, riendo, intentando seguir el ritmo.
—¡A nuestra tienda secreta! —añadió Matteo—. Tienes que comprar muchas cosas con dinero de mentira y yo soy el cajero.
—Y tú la jefa —sentenció Bianca, con total autoridad.
Me quedé atrás, observándolos. Ella se agachó hasta su nivel, con una paciencia que pocas veces he visto en los adultos.
—¿Y tengo descuento por ser familia? —preguntó Melissa, divertida.
—No, pero puedes pagar con abrazos —dijo Matteo, rodeándola de inmediato con sus brazos pequeños.
Sentí un nudo tenso formarse en la garganta. Y no supe si era culpa, deseo o simple impotencia. El momento fue tan puro que me provocando una risa suave, me sorprendió la mirada fugaz que compartimos Melissa y yo.
—¿Vas a jugar también, tío Dmitry? —preguntó Bianca, alzando la vista.
—Solo si me dejan ser ladrón —respondí, medio en broma.
Melissa respondía con calma, midiendo cada palabra, cada gesto. Como si supiera que la observaban y tuviera que demostrar que encajaba. Me dolió notar lo ensayado de sus movimientos. Pero también entendí. Aún no era su hogar.
—¿La tía Melissa ya puedes jugar con nosotros? —Matteo jalando su vestido.
—Claro que si —dijo Melissa—. ¿Dónde montamos la tienda?
—¡En el jardín!
Melissa río con dulzura, y supe que no era fingida. La seguí con la mirada mientras corría con los niños. Su falda flotaba con el movimiento. Por un momento, se veía joven. Libre.
—No puedo creer que ella accediera tan fácil —murmuró Enzo a mi lado.
—Yo tampoco.
Elisa nos miró de reojo mientras los preparaba a los niños un pequeño picnic de mentira con galletas y jugo.
—Te aviso que tus sobrinos ya la aman —me dijo—. Así que, si rompes esta paz , Dmitry, te conviertes en enemigo oficial de esta casa.
No pude decirle a Elisa que la había destrozado hace un día con mis palabras y que ella seguramente me odiaba.
Melissa los siguió con ese gesto que hace cuando intenta ocultar que algo la conmueve. Vi cómo se agachaba para organizar los “productos” en la pequeña mesa de madera que usaban como mostrador. Y por un momento… parecía parte de algo. No de mi mundo, no del negocio, no de esta guerra interminable, sino de una vida real. Una donde los niños la adoraban, y ella parecía, por fin, un poco menos sola.
—¿Vamos? —dijo Enzo, a mi lado.
Asentí, y juntos entramos al estudio.
El despacho de Enzo siempre olía a whisky y madera vieja. Las cortinas estaban entreabiertas y los documentos desordenados sobre la mesa, me senté en silencio. Él también. Sirvió dos vasos sin preguntar. Me lo pasó.
—Los números están claros —dije, dejando el informe frente a él—. Si movemos las rutas como lo planeamos, reducimos riesgos a la mitad.
Enzo asintió, serio, con esa mirada calculadora que siempre tuvo para los negocios, pero también con ese aire de hermano mayor que nunca me abandonaba, aunque yo no lo pidiera.
—Funcionará —contestó con voz grave—. Pero no has venido aquí solo a hablar de cifras, Dmitry. Te conozco. Cuando arrastras el cigarro así es porque tienes la cabeza llena de tormenta.
Me recliné en la silla, giré la copa de whisky entre mis dedos y suspiré. Sabía que tarde o temprano iba a tocar el tema.
—Melissa —dijo de pronto, directo como siempre—. ¿Qué demonios está pasando entre ustedes? La gente habla, Dmitry… y yo observo. No necesitas decírmelo, lo noto.
Apreté la mandíbula. Quise evadirlo, pero la mirada de Enzo era un espejo demasiado incómodo.
—Le dije una estupidez —admití al fin, con la voz baja, casi un gruñido—. Le dije que no era la niña que me vendieron.
Enzo soltó una carcajada irónica, más de frustración que de burla, y me miró con severidad.
—¿Eres consciente de lo que significa soltar algo así? Esa mujer carga bastante encima como para que vengas a recordarle que para ti es un objeto de transacción.
Golpeé la mesa con la palma, incapaz de contener el fuego en mi pecho.
—¡No lo entiendes, Enzo! No sé cómo tratarla… ¡No sé cómo amar! Para mí… sentir siempre ha sido una maldición. Cada vez que me permito acercarme a alguien, el mundo me lo arrebata. Siempre. Y no soportaría volver a perder algo que importe.
Mi voz se quebró apenas en la última palabra, y odié esa vulnerabilidad.
Enzo me observó en silencio por un largo momento, luego apagó el puro en el cenicero y se inclinó hacia mí.
—Hermano, tú crees que proteges tu corazón alejando a Melissa, pero lo único que haces es empujarla hacia donde sí la van a valorar. Y cuando llegue ese día… te vas a dar cuenta de que el dolor de perderla por tu miedo es peor que cualquier otro.
Me quedé callado. Sus palabras se clavaron en mi pecho como un cuchillo. Bebí de un trago el whisky, dejando que la quemazón ahogara lo que no podía responder.
Enzo, sin embargo, me dio una palmada fuerte en el hombro y añadió:
Editado: 29.08.2025