Dmitry
............................................................................................................El despacho olía a papel quemado y café frío. La reunión con los socios del sur había terminado hace horas, pero los problemas no. Cada teléfono que sonaba, cada correo que llegaba, parecía querer retarme hasta el límite.
Caminaba de un lado a otro, apretando la mandíbula, cuando Beatrice entró con paso firme. Noté cómo sus ojos se desviaban ligeramente antes de mirarme.
—Señor, Melissa… —dijo, vacilante—. Vomitó hace un momento.
El aire se me cortó. Mi primer instinto fue soltar un comentario seco, un gruñido. La irritación que me había acompañado toda la tarde se mezcló con una oleada de preocupación que no estaba dispuesto a reconocer.
—¿Qué? —mi voz sonó más dura de lo que quería. Me llevé la mano al rostro, tratando de controlar el calor que subía—. ¿Cuándo pasó?
—Hace un rato, mientras estaba sola en la cocina… dijo que se sintió mal, que tal vez comió demasiado —respondió Beatrice, intentando mantener la calma.
Fruncí el ceño. Cada palabra parecía un recordatorio de que no podía estar allí, de que alguien más tenía que cuidar de ella. Y eso me enfurecía más de lo normal.
—¿Está bien ahora? —pregunté, con la voz entrecortada por la tensión, pero manteniendo mi tono seco—. ¿Beatrice la acompañó?
—Sí… creo que sí. Pero no quería que usted se enterara así —dijo, con cierto reparo.
Respiré hondo y caminé hacia la ventana, mirando la ciudad iluminada por luces artificiales. Quería salir, quería gritar o golpear algo. Todo menos enfrentar la culpa que no quería admitir: que me importaba demasiado y que no podía mostrárselo.
—Bien —dije finalmente, firme—. Manténganla bajo observación. No quiero que vuelva a pasar.
Beatrice asintió y se fue, dejándome solo. Cerré los ojos un instante. Irritado, cansado… y aterrorizado por lo que sentía. Melissa estaba allí, vulnerable, y yo… yo no podía ser más que un hombre seco, un protector que escondía cualquier debilidad detrás de la rigidez.
Porque si me mostraba humano, si dejaba que ella viera que me importaba de verdad, todo se desmoronaría.
El teléfono no dejaba de sonar. Cada llamada era un recordatorio de responsabilidades, amenazas y problemas que no podía ignorar. Los socios, los negocios, los informes… todo parecía reclamarme a gritos, pero mi mente estaba en otro lugar: Melissa.
Finalmente, tras responder a lo imprescindible y colgar con una irritación que ya no podía disimular, decidí que no podía esperar más. Deje todo sobre el escritorio: papeles, informes, incluso el teléfono. Cada paso hacia su habitación se sintió más pesado que cualquier reunión.
Abrí la puerta con cuidado. La luz tenue del pasillo iluminaba su silueta en la cama. Estaba dormida, abrazando la almohada, respirando con un ritmo tranquilo que contrastaba con el caos que había sentido todo el día.
Me quedé en el umbral unos segundos, observándola. La garganta se me tensó, pero mi rostro permaneció impasible. No podía permitirme ninguna muestra de debilidad, aunque por dentro mi preocupación me desgarraba.
—Duerme bien… —susurré, aunque no esperaba respuesta.
Sin tocarla, me aseguré de que la puerta quedara medio cerrada. Me apoyé un instante contra el marco, respirando despacio, recordando cada momento de vulnerabilidad que había visto en ella. Vulnerabilidad que nunca quise admitir que me afectaba tanto.
Finalmente, me giré y salí, dejando que el silencio de la habitación fuera un consuelo y un recordatorio de que, por ahora, estaba a salvo… aunque mi rigidez y mis secretos no me permitieran mostrarlo.
Mientras me alejaba de la puerta de la habitación de Melissa, Giovanni apareció en el pasillo, con esa calma que siempre parecía contrastar con mi mal humor.
—¿Todo bien con Melissa? —preguntó, al notar mi rostro tenso.
—Beatrice me informó que vomitó —respondí seco, sin mirar a otro lado—. No es grave, pero estuvo mal.
Giovanni asintió, con ese gesto que mezclaba comprensión y paciencia.
—La vi hace un rato —dijo—. Dormida, aunque un poco pálida. Creo que necesita distraerse.
Le lancé una mirada seca, pero no pude evitar una sombra de gratitud.
—Está bien —contesté—. Pero no quiero que nadie le haga demasiado caso. No debe acostumbrarse a depender de nadie.
Giovanni sonrió, como si leyera mi impaciencia y mi preocupación a la vez. —Está bien, jefe. Entonces, ¿qué hacemos ahora?
—Lo que siempre hacemos —respondí, dejando que mi tono se suavizara ligeramente—. Un poco de distracción. Bromas, recuerdos… algo que nos saque de este maldito día.
Así que, entre risas forzadas y bromas sobre la infancia, empezamos a dejar de lado por un rato las tensiones. Las historias absurdas de nuestros errores y travesuras del pasado nos hicieron sonreír, y por primera vez en horas, sentí que la irritación disminuía.
Giovanni siempre tenía esa habilidad: convertir incluso un momento tenso en algo que recordaras con cierta ligereza. Por un instante, pude olvidarme del mundo exterior… aunque solo fuera un instante.
Giovanni y yo nos dejamos llevar por las bromas, como si el tiempo hubiera retrocedido décadas. Nos conocemos desde niños, desde aquellas calles donde aprendimos a medir fuerza y astucia entre juegos de risas y travesuras. Cada anécdota que surgía traía consigo recuerdos de peleas tontas por cosas insignificantes, carreras imposibles por atajos que siempre terminaban en un desastre, o secretos compartidos que nunca le contaríamos a nadie más.
—¿Recuerdas la vez que intentamos robarle limonada al viejo Rossi y casi terminamos empapados en el arroyo? —dije, conteniendo la risa.
Giovanni soltó un bufido y negó con la cabeza, pero no pudo ocultar la sonrisa:
—¡Cómo olvidarlo! Tú caíste de cabeza y juraste que el agua estaba embrujada.
—Y tú te reías como un idiota mientras yo luchaba por salir —repuse—. Siempre me dejabas en problemas.
Editado: 29.08.2025