Cadenas De Seda Y Fuego

El eco

Dmitry

-------------------------------------------------------------------------------------------------------El eco de mis palabras seguía golpeándome la cabeza.
“La niña que me vendieron…”
Maldita sea. Yo mismo había dicho eso, yo, que juré jamás repetir lo que escuché en la boca de los hombres que trataban a las personas como mercancía. Pero lo solté, como un animal sin control, como si necesitara herirla para que se apartara.

La vi huir, la vi romperse, pero no di un paso.
No la seguí.
No podía.

Me quedé en el comedor, de pie, mirando el lugar vacío donde había estado, con el pecho ardiendo de una rabia que no sabía si era contra ella o contra mí. La mesa aún tenía la huella de su mano sobre la madera, temblorosa. Y yo… yo era demasiado cobarde para reconocer que la estaba empujando hacia un borde peligroso.

Un ruido fuerte desde el pasillo me sacó del trance. Un vidrio rompiéndose.
Avancé instintivamente, el corazón apretado. La voz de Beatrice se escuchó primero, alarmada, gritando su nombre. Me quedé detenido en el marco de la puerta, sin entrar, observando la escena.

Melissa estaba en el suelo, con la mano ensangrentada, los ojos enrojecidos.
No lloraba como una víctima, lloraba como alguien que ya estaba cansada de resistir.
Beatrice la abrazaba, intentando sostenerla, limpiar la sangre mientras la arrullaba como si fuera una niña perdida.

—No fue a propósito —alcancé a oírle decir a Melissa, la voz temblando—. No intenté… hacerme daño.

Quise entrar, quise acercarme, pero mis pies se clavaron en el suelo.
Si me acerco ahora, la destrozo más.
Ese era el pensamiento que me atravesaba una y otra vez.

Giovanni apareció detrás de mí, con el ceño fruncido.

—¿Qué pasó? —susurró, intentando mirar por encima de mi hombro.

—Nada que no pueda arreglar Beatrice —respondí, seco, sin apartar la vista de ellas.

—Dymitri… —Giovanni bajó la voz—. Ella está destruda. Y tú…

—Cállate. —Mi tono fue cortante, casi un rugido bajo.

No soportaba escuchar en voz alta lo que yo ya sabía.

Melissa se aferraba a Beatrice como si fuera lo único estable en medio del derrumbe. Yo, mientras tanto, me di la vuelta. No porque no me importara, sino porque me importaba demasiado. Porque si daba un paso dentro de esa habitación, no podría sostener el muro que me mantenía a salvo de ella.

Salí al pasillo, con el puño cerrado y el sabor metálico en la boca de tanto apretar la mandíbula. Fui directo al balcón, necesitando aire. Encendí un cigarrillo aunque lo odiaba, solo por tener algo que quemar entre mis dedos.

“No eres la niña dulce que me vendieron.”
La frase volvió a golpearme, y me descubrí golpeando con el puño la baranda de hierro.

Yo la había destruido. Y aún así, me obligaba a creer que mantenerla lejos era la única manera de protegerla.

Regrese al pepacho y pase toda la noche entera encerrado en mi despacho. Ni las llamadas lograban distraerme del fastidio que cargaba. Cada palabra de Melissa anoche, cada mirada, me habían quedado rondando en la cabeza como un eco molesto. No entendía por qué me afectaba tanto, si al final yo había decidido mantener las distancias.

Un golpe seco en la puerta me sacó de mis pensamientos.

—Entra —gruñí sin levantar la vista de los papeles.

Giovanni apareció, con esa calma que siempre fingía, aunque lo conocía demasiado bien como para no notar la ironía en sus ojos. Cerró la puerta detrás de él y se cruzó de brazos.

—¿Vas a seguir comportándote como un imbécil? —soltó, sin rodeos.

Lo miré con frialdad.
—Si viniste a sermonear, ahórratelo.

—No. —Se acercó, apoyándose en el escritorio—. Vine porque Beatrice está preocupada, porque Elisa ya no sabe qué hacer contigo, y porque Melissa está sufriendo. Y tú, en vez de hacer algo, te escondes detrás de tu maldito orgullo.

Apreté la mandíbula, pero no dije nada.

Giovanni chasqueó la lengua y me señaló con un dedo como cuando éramos adolescentes.
—¿Sabes qué es lo peor, Dymitri? Que ya ni siquiera intentas disimular. Te importa, y mucho, pero te empeñas en actuar como si ella fuera un peso que te impusieron.

—Porque lo es —respondí con voz seca, aunque sonó más débil de lo que hubiera querido—. Yo no pedí esto, Giovanni. Enzo me obligó. Lo hice por la familia, por todos ustedes. Pero no pueden obligarme a amar a alguien a quien no amo.

Giovanni soltó una risa amarga.
—No te das cuenta, ¿verdad? Ni siquiera necesitas decirlo, Dymitri. Tus actos hablan solos. Si de verdad no te importara, Melissa ya estaría rota del todo… y sin embargo, ahí sigues, vigilándola, preguntando por ella aunque lo niegues.

Me enderecé en la silla, sintiendo que me estaban acorralando.
—No confundas mis acciones con sentimientos. La vigilo porque es mi responsabilidad.

—Mentira —interrumpió con dureza—. Te conozco desde que teníamos seis años, desde que peleábamos en los jardines y Enzo nos separaba a gritos. Siempre fuiste seco, sí, siempre fuiste difícil. Pero jamás indiferente. Y ahora quieres que yo crea que con Melissa lo eres.

Me quedé callado. Giovanni me sostenía la mirada con esa mezcla de desafío y compasión que siempre odié porque sabía que terminaba teniendo razón.

—Dymitri —dijo más bajo—. No la destruyas solo porque tienes miedo de sentir. No repitas los errores de tu padre.

Ese último golpe me atravesó. Lo fulminé con la mirada, pero él no bajó los ojos. Por dentro, algo se tensó, como una cuerda a punto de romperse.

—No hables de mi padre —mascullé con un tono peligroso.

—Entonces no lo imites —contestó Giovanni, firme.

El silencio quedó pesado entre nosotros. Al final, solté un suspiro cansado y me recliné en la silla.

—Mañana hablaré con ella… —admití, aunque mi voz seguía sonando dura—. Pero no esperes que cambie mi forma de ser.

Giovanni sonrió apenas, como si con eso ya hubiera ganado la batalla.
—No te pido que cambies quién eres. Solo que dejes de tratarla como un enemigo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.