Melissa
--------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------Una semana había pasado y yo seguía con la misma estrategia: evitarlo. Si escuchaba sus pasos en el pasillo, esperaba a que se alejara antes de salir. Si estaba desayunando, yo inventaba cualquier excusa para quedarme arriba. Y si cruzábamos miradas, fingía que no lo había visto. Era desgastante, pero más soportable que sentir esa presión cada vez que lo tenía cerca.
Ese día me levanté tarde, con la clara intención de no coincidir con él en el comedor. Me encontré con Beatrice, quien estaba recogiendo unas flores frescas que había traído del jardín para adornar los floreros.
—Buenos días, signorina —me dijo con esa voz cálida que siempre parecía esconder un consejo.
—Buenos días, Beatrice. —Sonreí levemente, y por primera vez en mucho tiempo no me sentí tan sola.
Yo tomaba café ella se dedicaba a contarme historias de cuando era joven.
—Cuando comenze a trabjar en esta casa —comenzó—, tenía casi tu edad, mi padre decidió que era momento de que comenzara a trabajar aquí, era tan ingenua que pensaba que aquí todo sería como en las películas románticas, ¿sabes? El hombre elegante, la gran mansión, las cenas con velas... —rió con nostalgia—. Pero la vida es distinta, siempre lo es.
—¿Y se arrepiente? —pregunté con curiosidad, apoyando la taza entre mis manos.
—De nada, cara mia. Porque aprendí que los lugares y las personas siempre nos enseñan algo. Aunque duela.
Me quedé pensando en sus palabras. Algo en su tono me hizo sentir que entendía más de lo que parecía. Quizás sabía, de alguna forma, lo que yo estaba viviendo.
Después de un rato, ella me miró con complicidad y me dijo:
—Hoy es día de mercado. ¿Quieres venir conmigo?
La idea me sorprendió, pero al mismo tiempo me dio una chispa de emoción.
—¿Puedo?
—Claro que sí. Te hará bien salir un poco.
Giovani apareció poco después, serio como siempre, con esa expresión de guardaespaldas incorruptible.
—Si la signorina va al mercado, yo la acompaño —dijo con tono que no dejaba espacio a réplica.
—¡Perfecto! —exclamó Beatrice antes de que yo pudiera negarme.
El mercado estaba lleno de colores, aromas y voces que se mezclaban en un bullicio caótico pero vivo. Para mí, acostumbrada al silencio pesado de la casa, aquello era casi liberador.
Beatrice iba de puesto en puesto saludando a todos como si fueran viejos amigos. Yo la seguía de cerca, cargando una pequeña bolsa, mientras Giovani caminaba detrás de nosotras, vigilante, con ese aire de “no me acerques ni una mosca”.
—Prueba esto —me dijo Beatrice en un puesto de frutas, ofreciéndome una rodaja de durazno jugoso.
—Mmm… —cerré los ojos un segundo, saboreando el dulzor—. Está delicioso.
—¿Ves? Aquí siempre tienen lo mejor. Y no se lo digas a nadie, pero regatear un poco también tiene su encanto.
Me reí, algo que hacía días no ocurría con naturalidad.
En otro puesto, una señora me tomó de la mano con entusiasmo.
—Che bella ragazza! —exclamó, mirándome con aprobación—. ¿Es tu hija, Beatrice?
Yo me sonrojé de inmediato, y Beatrice rio a carcajadas.
—No, no, ¡pero casi! —contestó.
Giovani resopló suavemente detrás de nosotras, como reprimiendo un comentario. Lo miré de reojo y me pareció que sus labios se habían curvado apenas en una sonrisa.
Seguimos caminando y Beatrice, mientras elegía tomates, me habló en voz baja:
—Sé que te cuesta, Melissa. Todo. Pero tienes que darte permiso de respirar, de tener momentos así. No puedes vivir toda la vida con miedo.
La miré fijamente, sintiendo un nudo en la garganta. Ella no sabía los detalles, pero parecía entender el peso que yo cargaba.
—Es difícil —susurré—. Muy difícil.
—Lo sé, cara mia. Pero tú eres más fuerte de lo que crees.
El mercado estaba vivo. Colores, olores, voces que se mezclaban como música. Entre los puestos colgaban telas pintadas a mano, libros de segunda mano con páginas amarillentas, frascos de especias que impregnaban el aire, y hasta cuadros improvisados que algún pintor local exhibía con orgullo. Yo me perdí entre todo eso como una niña. Beatrice me acompañaba con paciencia, comentando cada cosa con entusiasmo.
—Mire qué hermoso este trabajo de bordado, Melissa. ¿No le recuerda a su madre? —preguntó, y yo me detuve un momento con el corazón apretado.
Asentí despacio, tomando la tela entre mis manos. No quise profundizar, porque ese recuerdo aún dolía demasiado.
Pasamos después a un puesto lleno de libros viejos. No pude resistirme. Toqué los lomos gastados, abrí algunos y aspiré ese olor característico a historia guardada. Giovani se acercó y, con un tono casi burlón, murmuró:
—¿Va a cargar con toda una biblioteca? Porque si es así, necesito un camión.
Caminamos otro tramo, parándonos frente a un puesto de libros antiguos. Había de todo: novelas desgastadas, enciclopedias amarillentas, poesía italiana con portadas de cuero. Me quedé embobada pasando las páginas, como si al tocarlas pudiera olvidar el cansancio que me recorría el cuerpo.
—¿Quieres alguno? —preguntó Giovani, viendo cómo me demoraba.
—Tal vez… —susurré, pero bajé la mano. No quería gastar.
Él me miró en silencio y, con un gesto rápido, sacó un sobre doblado de su chaqueta. Lo puso sobre los libros y me lo acercó.
—Tu esposo dejó esto para ti.—con un tono burlón
Lo abrí y encontré billetes dentro. Sentí un nudo en la garganta. No quería depender ni deverle nada a él para todo, pero al mismo tiempo… me dolía esa mezcla entre cuidado y control.
—Gracias… —murmuré, guardando el dinero en mi bolso.
Terminé eligiendo dos: uno de poesía italiana y otro de arte. No tenía intención de gastar, pero Giovani, serio, me entregó un sobre discreto.
Pero a medida que avanzaba la tarde, empecé a notar algo extraño en mi cuerpo. Una debilidad en las piernas, un leve mareo que intenté disimular. No quería preocupar a nadie. Apreté los labios, respiré hondo y forcé una sonrisa para que Beatrice no lo notara. Giovani, sin embargo, me miró de reojo varias veces.
Editado: 29.08.2025