Cadenas De Seda Y Fuego

Límites de sangre

Dmitry

------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------El silencio de mi despacho es engañoso. Desde fuera cualquiera podría pensar que estoy tranquilo, concentrado en papeles, en contratos, en órdenes que debo dar. Pero la realidad es otra: mi cabeza se llena de fantasmas que no me dejan dormir.

Hoy, más que nunca, recuerdo a ella.
No Melissa, sino aquella chica que un día fue mi debilidad, mi verdadera luz en medio de la oscuridad.

Se llamaba Anya.

El pasado tiene una forma cruel de regresar cuando menos lo esperas.
No necesito cerrar los ojos para verla: está allí, en la memoria, como si no hubiera pasado el tiempo. Su sonrisa iluminando la penumbra, sus manos frágiles tomando las mías con confianza, como si yo fuera su refugio. Y lo fui… hasta que no pude serlo más.

Era joven, pero ya estaba marcado por este mundo podrido. Ella lo sabía, y aun así me aceptó. Fue la única que me hizo creer que yo podía ser diferente. Que no todo estaba escrito con sangre.

Recuerdo esa noche con precisión, Íbamos saliendo de un pequeño café escondido en las calles de Roma. Habíamos decidido encontrarnos lejos de los ojos de mi organización, porque sabíamos que había peligro. Yo lo presentía, pero no imaginaba lo que vendría.

Una camioneta negra se detuvo de golpe frente a nosotros. El aire se tensó. Ella me apretó la mano, y me bastó eso para entender que tenía miedo… pero no me soltó.

—Dmitry… —susurró, apenas audible.

Los hombres bajaron armados. Eran enemigos, pero también eran órdenes disfrazadas de casualidad: “Quita de tu camino lo que te hace débil”. Eso era ella para ellos. Mi debilidad más grande.

Intenté cubrirla, empujarla detrás de mí, pero uno de ellos la sujetó. Fue un segundo, solo un segundo, y sentí que el mundo se me quebraba en pedazos.

—¡Déjenla! —rugí, disparando a quemarropa. La bala alcanzó al primero, después al segundo, pero eran demasiados.

El ruido de los tiros, el olor a pólvora, mis manos temblando. Ella gritaba mi nombre, yo trataba de alcanzarla… y entonces lo escuché. Ese maldito disparo que me arrancó todo.

Cayó en mis brazos, su pecho ensangrentado. Yo también tenía un balazo en el costado, la vista nublándose, pero lo único que importaba era ella.

—No… no me dejes, por favor… —le rogué, incapaz de aceptar lo inevitable.

Sus labios intentaron formar una sonrisa, débil, rota.
—Tú… no eres como ellos… —me dijo, antes de cerrar los ojos para siempre.

Ese instante me partió en dos, un disparo rozó mi brazo, pero el segundo me atravesó el costado. Sentí el ardor recorrerme y las piernas tambalearon.

Y entonces apareció Enzo.

Todavía recuerdo su rostro pálido al verme tirado en el suelo, su voz gritando órdenes, los disparos de represalia que limpiaban el lugar mientras él mismo me arrastraba.

—¡Aguanta, Dmitry! ¡Mierda, no te me mueras! —bramaba con lágrimas en los ojos.

Yo apenas podía mantenerlos abiertos. Sentí el metal frío de su pistola a mi lado y sus manos presionando mi herida.

—Tranquilo… yo te saco de aquí.

Lo último que vi antes de perder la conciencia fue el cuerpo de ella, alejado, cubierto por sombras. Y comprendí que me la habían arrebatado para siempre.

Desperté en el hospital, con el sonido de máquinas, con tubos en mi piel y Enzo sentado junto a mí, devastado pero firme.

—Te salvaron por segundos —me dijo con voz áspera—. Si no hubiera llegado a tiempo…

No necesitó terminar la frase. Yo lo sabía.

Desde entonces, entendí dos cosas: que no puedo darme el lujo de amar, y que Enzo se convirtió en el único hermano que jamás me fallaría. Pero también aprendí algo más cruel: cualquiera que se acerque demasiado a mí… está condenado.

Por eso con Melissa me detengo, aunque por dentro me consuma.

Melissa estaba demasiado cerca de cruzar la línea. Sus gestos, sus miradas… incluso la manera en que sonreía. No podía permitírmelo. Cada segundo que pasaba junto a ella me recordaba demasiado a otra vez que perdí todo. Y no estaba dispuesto a repetir la historia.

—Melissa —dije, mi voz corta, firme, sin espacio para malentendidos—. Basta.

Ella me miró, sorprendida, intentando sonreír.

—¿Basta? —repitió, con un hilo de voz—. Pero…

—No hay peros. —la interrumpí, sin suavizar nada—. Este juego se acabó. Tú tienes un papel aquí, y ese papel no incluye acercarte demasiado a mí, no incluye buscar algo que no existe. Dentro de esta casa, eres mi esposa… de fachada. Afuera, fingimos lo mismo. Punto.

Sus ojos se abrieron, mezclando sorpresa y enojo. Quiso replicar, pero algo en mi tono, en la manera en que la miraba, la paralizó.

—¿Por qué eres así? —murmuró, con esa voz que siempre me provocaba algo, pero esta vez debía ignorarlo—. Solo estaba siendo… natural contigo.

—Natural —repetí con desprecio—. No me interesa lo que tú llames “natural”. Aquí no eres nada más que lo que yo digo que eres. Y si no entiendes eso, entonces mejor que te alejes de mí antes de que empiece a perder la paciencia.

Ella bajó la vista, tragando saliva, y supe que mis palabras habían calado hondo. No era lo que quería, pero debía hacerlo. No podía permitir que el afecto creciera. No podía arriesgarme a perderla.

Me recosté contra el respaldo del sillón, respirando hondo, tratando de calmar la tensión que me recorría. Por dentro estaba consumido. Quería acercarme, tocarla, decirle que no todo era falso. Pero sabía que si lo hacía, podía ser lo último que hiciera por alguien que me importara.

—Escúchame bien, Melissa —agregué, la voz aún más fría—. No me busques más de lo que te digo. No me mires como si hubiera algo aquí. Porque si lo haces… terminarás lastimada. Y esta vez no habrá nadie que te salve.




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