En un pueblo remoto, rodeado de bosques oscuros y neblinosos, existía una leyenda que todos los aldeanos conocían. La historia hablaba de los gemelos de la medianoche, dos jóvenes con cabellos dorados y ojos ámbar, que aparecían en noches sin luna, portando una vela encendida. Nadie sabía sus nombres, pero todos los conocían como heraldos del infortunio.
Hace muchos años, en una noche tan oscura que parecía tragar la luz, un joven llamado Samuel caminaba por el bosque en busca de su hermana pequeña, desaparecida desde el atardecer. La angustia lo invadía, pero el miedo no lo detenía. Era una noche de luna nueva, el cielo cubierto de nubes, y el aire helado parecía cortarle la piel. A lo lejos, entre la neblina, Samuel vislumbró una tenue luz. Se acercó con cautela, esperando encontrar a su hermana.
Al llegar al claro, se encontró con los gemelos. Estaban allí, inmóviles, con la vela parpadeante entre ellos. Sus rostros eran fríos, inexpresivos, pero sus ojos, esos ojos ámbar, parecían perforar el alma de Samuel.
-¿Han visto a mi hermana? -preguntó, intentando mantener la calma.
Los gemelos no respondieron. Uno de ellos extendió una mano y señaló un sendero oscuro que se adentraba más en el bosque. Samuel, desesperado, decidió seguir la indicación. Mientras se alejaba, sintió un escalofrío recorriéndole la espalda, como si mil ojos lo observaran desde la oscuridad.
El sendero lo llevó hasta una antigua casa abandonada, rodeada de árboles muertos y enredaderas. La puerta crujía, abierta de par en par, invitándolo a entrar. Samuel vaciló, pero el pensamiento de su hermana perdida lo empujó a seguir adelante.
Dentro, el aire estaba cargado de un hedor rancio y la oscuridad era casi total, solo rota por la débil luz de la luna que se filtraba por las ventanas rotas. Samuel llamó a su hermana, pero solo el eco de su voz respondió. Avanzó más, cada paso resonando en el silencio, hasta que llegó a una habitación en el fondo.
Allí, en el centro, vio a su hermana. Estaba de pie, inmóvil, con los ojos abiertos y vidriosos. Samuel corrió hacia ella, pero cuando la tocó, su piel estaba fría como el hielo. De repente, una risa suave y escalofriante llenó la habitación. Los gemelos estaban allí, en la puerta, con la vela en la mano.
-¿Qué han hecho? -gritó Samuel, pero los gemelos no respondieron.
La vela se apagó de golpe y la oscuridad lo envolvió. Sintió un terror indescriptible, como si algo lo estuviera arrastrando al abismo. Luchó, gritó, pero todo fue en vano.
Cuando los aldeanos encontraron la casa, días después, no había rastro de Samuel ni de su hermana. Solo encontraron una vela apagada en el centro de la habitación, y desde entonces, la leyenda de los gemelos de la medianoche se fortaleció.
Los que se aventuraban en noches sin luna siempre aseguraban ver a dos jóvenes de cabello dorado y ojos ámbar, portando una vela encendida, advirtiendo que aquellos que los siguieran nunca regresarían.
El pueblo no olvidó la desaparición de Samuel y su hermana. Los aldeanos comenzaron a cerrar sus puertas y ventanas al caer la noche, especialmente en las noches sin luna.
Las historias de los gemelos se contaban en susurros, y los niños eran advertidos de nunca aventurarse solos en la oscuridad. Sin embargo, el miedo y la superstición no pudieron detener lo que vendría.
Una noche de invierno, años después de la desaparición de Samuel, una joven llamada Elena caminaba rápidamente hacia su casa. Había estado en casa de su abuela y se había entretenido con las historias que ella contaba, olvidando el paso del tiempo. Al salir, la oscuridad era total y la neblina cubría las calles como un manto. El sonido de sus pasos resonaba en el silencio.
De repente, una luz tenue apareció en la distancia. Elena se detuvo, su corazón latiendo con fuerza. Recordó las historias que su abuela solía contarle sobre los gemelos de la medianoche. La curiosidad la venció, y se acercó con cautela.
En el borde del bosque, vio a los gemelos. Sus rostros eran exactamente como los describían las leyendas: pálidos, con cabellos dorados y ojos ámbar que brillaban en la penumbra. Uno de ellos sostenía una vela, cuya llama parpadeaba suavemente.
-¿Quiénes son ustedes? -preguntó Elena, tratando de mantener la voz firme.
Los gemelos no respondieron. El que sostenía la vela levantó la mano y señaló hacia el bosque, igual que lo había hecho con Samuel años atrás. Un impulso inexplicable empujó a Elena a seguir la indicación, como si una fuerza invisible la arrastrara.
A medida que se adentraba en el bosque, la luz de la vela se desvanecía detrás de ella. El aire era más frío y cada sombra parecía moverse. Elena avanzó hasta llegar a un claro, donde encontró una casa en ruinas. La puerta estaba entreabierta, y una luz pálida se filtraba desde dentro.
Entró, y la escena dentro era espeluznante. Había símbolos extraños dibujados en las paredes, y el aire estaba cargado con un olor a moho y descomposición. En el centro de la habitación, sobre una mesa vieja, había una fotografía en blanco y negro. Elena la tomó y la examinó. La imagen mostraba a una familia: dos padres y sus dos hijos gemelos, que no podían ser otros que los gemelos de la leyenda.
Al dar la vuelta a la foto, vio una fecha escrita: 1892. El corazón de Elena dio un vuelco. Esa era la fecha en que se decía que los gemelos habían desaparecido por primera vez.
Sintió una presencia detrás de ella y se giró rápidamente. Los gemelos estaban allí, mirándola fijamente. La vela en sus manos se apagó, sumiendo la habitación en una oscuridad profunda.
Elena sintió un terror indescriptible y corrió hacia la salida, pero tropezó y cayó. Al levantarse, la luz de la luna iluminó brevemente la habitación y vio algo que la hizo gritar: en las paredes, junto a los símbolos, había nombres. Decenas de nombres, algunos conocidos en el pueblo. Samuel y su hermana estaban entre ellos.