En el Londres de finales del siglo XIX, la niebla era una constante, envolviendo las calles empedradas en un manto gris y opaco. Entre las sombras y el bullicio del barrio de Whitechapel, dos jóvenes gemelos, Edward y Thomas Harcourt, vivían una vida aparentemente normal. Eran inseparables, compartiendo no solo el mismo aspecto físico sino también una conexión emocional profunda.
Edward y Thomas trabajaban en una sastrería, famosa por vestir a la alta sociedad londinense. Cada noche, después del trabajo, caminaban juntos hasta su pequeño apartamento en Dorset Street. Sin embargo, esa noche en particular, el destino tenía planes diferentes para ellos.
El reloj marcaba las once cuando se aventuraron en la espesa niebla. Los rumores de los recientes asesinatos de Jack el Destripador habían sembrado el miedo en cada esquina, pero los gemelos, confiados en su compañía mutua, caminaban sin prisa. Pasaron por una taberna ruidosa y un callejón oscuro, hasta que algo llamó la atención de Edward.
Un resplandor tenue provenía de una ventana en una casa abandonada. Curioso por naturaleza, Edward sugirió investigar. Thomas, más prudente, dudó, pero la insistencia de su hermano lo convenció.
Abrieron la puerta de la casa, que crujió como si no hubiera sido usada en décadas. Dentro, el aire estaba pesado y frío, y la única fuente de luz era una vela en una mesa, junto a un libro antiguo y polvoriento.
Edward, siempre el más atrevido, se acercó al libro y lo abrió. En ese instante, un viento helado recorrió la habitación y la vela se apagó. Un murmullo comenzó a llenar el aire, un susurro incomprensible que parecía provenir de las paredes mismas. Thomas, sintiendo un escalofrío en la espalda, instó a su hermano a marcharse, pero Edward estaba hipnotizado por las palabras del libro.
De repente, la habitación se oscureció completamente y Edward cayó al suelo, retorciéndose y gritando. Thomas, aterrorizado, trató de ayudarlo, pero fue arrojado hacia atrás por una fuerza invisible.
Los ojos de Edward se volvieron blancos y su cuerpo se estremeció violentamente. En medio de su convulsión, una risa macabra emergió de su garganta, una risa que no era suya.
"¡Edward, por favor, despierta!" gritó Thomas desesperado.
La risa cesó, y Edward se levantó lentamente, con una mirada que ya no pertenecía a su hermano.
"Edward ya no está", dijo con una voz profunda y rasposa. "Ahora, soy Jack."
El terror se apoderó de Thomas al comprender que el espíritu de Jack el Destripador había poseído a su hermano. Intentó razonar con él, recordar a Edward quién era, pero los ojos de Jack estaban llenos de malevolencia. Comenzó una lucha interna titánica dentro del cuerpo de Edward, una batalla por el control entre el alma inocente del joven y el espíritu corrupto del asesino.
Thomas se aferró a la esperanza, hablando constantemente con Edward, recordándole momentos felices de su infancia, sus sueños compartidos y su amor fraternal.
A veces, Edward parecía volver, sus ojos recobraban brevemente su color normal y una lágrima rodaba por su mejilla, pero la risa de Jack siempre regresaba, más fuerte y burlona.
Durante días, Thomas mantuvo a Edward encadenado en su apartamento, luchando por ayudarlo a recuperar su humanidad.
Leía en voz alta libros de su infancia, le cantaba canciones que su madre les cantaba, todo en un intento desesperado por liberar a su hermano del espíritu maligno.
La lucha interna entre Edward y Jack por el control del cuerpo y la mente era una batalla feroz y constante, librada en el abismo de la conciencia de Edward. Era un enfrentamiento de voluntades, donde la esencia pura y bondadosa de Edward se enfrentaba a la maldad implacable de Jack el Destripador.
Desde el momento de la posesión, Edward se sintió como un prisionero en su propio cuerpo. Sus pensamientos eran interrumpidos por visiones de horror y sangre, recuerdos de los crímenes de Jack. Cada vez que intentaba mover sus extremidades, sentía una resistencia, como si unas manos invisibles intentaran dirigir sus acciones en direcciones perversas.
Durante los episodios más intensos, Edward era arrojado a un espacio oscuro dentro de su mente, una especie de prisión etérea donde podía ver los eventos externos pero no influir en ellos.
Desde ese lugar sombrío, gritaba, luchaba y se aferraba a cualquier fragmento de su identidad. Podía oír la risa burlona de Jack resonando en sus pensamientos, cada carcajada un recordatorio de la crueldad que ahora habitaba en su interior.
Las noches eran las más difíciles. Mientras su cuerpo se debatía en convulsiones, Edward sentía que su espíritu se fragmentaba, que su voluntad se debilitaba con cada minuto que pasaba.
Jack, aprovechando cada oportunidad, intentaba asfixiar la esencia de Edward con recuerdos oscuros y deseos macabros. Susurraba en su mente, pintando escenas de sus atroces asesinatos con detalles vividos, intentando quebrar la cordura de Edward.
Sin embargo, Edward no estaba solo en esta lucha. Thomas, con su amor fraternal, se convirtió en un ancla para Edward. Cuando Thomas le hablaba, Edward sentía una chispa de esperanza.
Los recuerdos felices y las palabras de aliento de su hermano eran como faros en la oscuridad, guiándolo de vuelta a sí mismo. Cada historia compartida, cada risa recordada, fortalecía a Edward, dándole el coraje para enfrentarse a Jack una vez más.
Hubo momentos en los que Edward lograba asomarse a la superficie, tomando control de su cuerpo brevemente. En esos instantes, podía ver el mundo a través de sus propios ojos y sentir la calidez de las manos de Thomas aferrándose a las suyas. Pero estos momentos eran efímeros, pues Jack rápidamente retomaba el control, con una fuerza renovada y una furia redoblada.
La lucha se intensificaba con el tiempo. Jack, frustrado por la resistencia de Edward, aumentaba la intensidad de su ataque, proyectando imágenes de violencia y muerte en la mente de Edward, intentando corromperlo. Pero Edward, con cada recuerdo de su infancia y cada palabra de su hermano, encontraba nuevas reservas de fuerza.