En un pequeño pueblo al pie de las montañas, vivían dos hermanos gemelos, David y Daniel, cuya conexión era tan profunda que parecían compartir no solo pensamientos sino también sueños. Un día, cuando tenían catorce años, David desapareció sin dejar rastro. Su desesperación alteró a su familia, pero ninguna búsqueda dio resultado.
Cinco años más tarde, Daniel, ahora un joven de diecinueve años, tuvo un sueño vívido y aterrador. En él, David estaba encerrado en una lujosa mansión, atrapado tras grandes puertas de hierro y rodeado de sombras. Despertó empapado en sudor, con la certeza de que debía encontrar y liberar a su hermano.
Guiado por fragmentos de su sueño, Daniel investigó sin descanso hasta descubrir la existencia de un antiguo Conde que vivía recluido en una mansión olvidada en lo profundo del bosque. El pueblo lo consideraba una leyenda, pero Daniel sabía que allí encontraría a David.
Una noche sin luna, armado con una linterna y su determinación, Daniel se adentró en el bosque. La mansión emergió de la oscuridad, imponente y llena de misterio. Empujado por la necesidad de salvar a su hermano, cruzó el umbral, ignorando sus propios temores.
El interior era aún más perturbador: tapices deshilachados cubrían las paredes, candelabros antiguos iluminaban los pasillos y un silencio mortal llenaba el aire. La mansión parecía desierta, pero Daniel sentía la presencia de ojos invisibles siguiendo cada uno de sus movimientos.
Subió por una escalera de mármol hasta un largo corredor flanqueado por puertas cerradas. De una de ellas emanaba una luz tenue. Con el corazón en un puño, Daniel se acercó y empujó la puerta.
Dentro, en una lujosa habitación decorada con terciopelo rojo y oro, encontró a David encadenado a una cama. Estaba demacrado, pero sus ojos brillaban con una mezcla de miedo y alivio al ver a su hermano. Sin perder tiempo, Daniel lo trató de liberar de las cadenas, pero un escalofriante susurro llenó la habitación.
"Así que has venido por él", dijo una voz profunda y melódica. Daniel se giró para ver al Conde de pie en la puerta, una figura alta y delgada con una piel pálida y ojos tan oscuros como la noche. "¿Crees que puedes llevártelo tan fácilmente?"
El Conde levantó una mano y Daniel sintió una fuerza invisible sujetarlo, impidiéndole moverse. "David es mío", continuó el Conde. "Su espíritu alimenta esta casa. Sin él, todo se desmoronará."
Desesperado, Daniel luchó contra la fuerza que lo retenía. Recordó los sueños compartidos con David, las veces que se habían salvado mutuamente de pequeños peligros. Uniendo sus pensamientos, Daniel y David concentraron todas sus fuerzas en un último esfuerzo. Un estallido de energía rompió las cadenas y arrojó al Conde contra la pared.
"¡Corre!", gritó David, y ambos hermanos se lanzaron fuera de la habitación y corrieron por los pasillos. Las sombras intentaban atraparlos, pero la determinación de Daniel y la renovada fuerza de David los empujaron hacia adelante. Bajaron las escaleras y cruzaron el vestíbulo, el Conde detrás de ellos, gritando maldiciones.
Con un último empujón, los gemelos lograron salir de la mansión y cerraron las puertas de hierro justo cuando el Conde estaba a punto de alcanzarlos. Afuera, el aire fresco del bosque les devolvió la esperanza. La mansión tembló y, en un destello de luz, desapareció en la oscuridad.
Habían ganado, pero no sin cicatrices. Regresaron al pueblo, donde la gente los acogió con incredulidad y alivio. Daniel nunca soltó la mano de David, y aunque sabían que el terror que habían enfrentado podría volver algún día, estaban listos para enfrentarlo juntos.
Habían vencido a la oscuridad una vez, y sabían que su conexión era su mayor fortaleza. Juntos, eran invencibles.
Sin embargo David no estaba nada bien. Necesitaba de la fortaleza de su gemelo para poder superar lo vivido junto al Conde dentro de la mansión.
Después de su retorno al pueblo, David y Daniel intentaron reconstruir sus vidas, pero las cicatrices de la experiencia en la mansión del Conde eran profundas. Al principio, David parecía haber recuperado su fuerza física, pero pronto se hizo evidente que el tormento que había sufrido iba más allá de lo visible.
Las noches de David estaban plagadas de pesadillas. Gritaba y se agitaba en sueños, reviviendo los momentos más oscuros de su cautiverio. Daniel dormía en una habitación contigua y corría a consolarlo, pero se daba cuenta de que el miedo en los ojos de su hermano no desaparecía con facilidad. La imagen del Conde seguía persiguiéndolo.
Una mañana, mientras Daniel preparaba el desayuno, notó que David estaba sentado a la mesa, inmóvil, mirando fijamente a la ventana. Sus ojos reflejaban un vacío inquietante. "¿Estás bien?", preguntó Daniel, aunque ya conocía la respuesta.
David negó con la cabeza, sus manos temblaban. "No puedo sacármelo de la cabeza. Siento que todavía está aquí, observándome, esperando."
Daniel trató de tranquilizarlo. "Estamos a salvo. La mansión desapareció. El Conde ya no puede alcanzarnos, ya no puede lastimarte".
Pero David no estaba convencido. Con el tiempo, comenzó a mostrar signos de agotamiento físico y mental. Su salud empeoraba, perdía peso y sus ojos se hundían, siempre con una sombra de terror acechando en su mirada.
Desesperado por ayudar a su hermano, Daniel recurrió a la ayuda del anciano del pueblo, el sabio Don Rafael, quien tenía fama de conocer los secretos más oscuros de la región. Don Rafael escuchó con atención la historia de los gemelos y asintió con gravedad.
"El Conde no es solo una leyenda. Su poder se alimenta del miedo y la desesperación de sus víctimas. Aunque destruyeron su mansión, su influencia sigue viva en David."