Cadenas Del Alma

El Guardian De Las Llamas Eternas

En una pequeña aldea perdida entre las montañas, los habitantes vivían bajo la constante sombra de una leyenda ancestral. Se decía que en los días más oscuros del invierno, cuando el frío congelaba incluso los corazones más valientes, un ángel caído caminaba entre ellos. No era un ángel común; su piel estaba cubierta de cenizas y sus alas, negras como la noche, ardían con un fuego eterno que nunca consumía su carne, pero sí quemaba todo a su alrededor.

El pueblo de Valeflor había olvidado en gran medida esta leyenda, considerándola un mero cuento para asustar a los niños desobedientes. Sin embargo, todo cambió un invierno cuando el frío llegó con una crueldad inusitada, y la oscuridad pareció tragarse la luz del día más temprano que nunca.

En el centro del pueblo vivía Mariana, una joven de dieciocho años que se había ganado el aprecio de todos por su bondad y su habilidad para sanar. Sus padres, fallecidos en un accidente, le habían dejado una pequeña casa y un jardín de hierbas medicinales que ella cuidaba con esmero. Mariana había escuchado la leyenda del ángel de las llamas desde que era niña, pero siempre la había considerado una fábula más.

Una noche, cuando las temperaturas cayeron a niveles insospechados y la nieve cubría el pueblo como una manta mortal, Mariana despertó de un sueño intranquilo. En su ventana, una luz tenue, como el brillo de una vela, parpadeaba. Intrigada, se acercó y miró a través del vidrio escarchado. Allí, en medio de la calle desierta, vio una figura alta y esbelta, envuelta en llamas danzantes. El ángel de las llamas había llegado.

Mariana sintió que su corazón se detenía por un momento. La figura, a pesar de estar cubierta de fuego, no parecía sufrir. Sus ojos, vacíos de emoción, miraban directamente hacia ella. Sin saber por qué, Mariana abrió la puerta de su casa y salió al frío abrasador. A medida que se acercaba, el calor de las llamas no la tocaba, pero sentía una opresión en el pecho, una sensación de desesperanza y miedo que la invadía por completo.

El ángel no dijo una palabra, pero extendió una mano hacia ella. Mariana, con una mezcla de terror y fascinación, tomó la mano ofrecida. En ese instante, el paisaje alrededor de ellos cambió. Ya no estaban en el pueblo; se encontraban en un lugar oscuro y vacío, donde las llamas del ángel eran la única fuente de luz.

—¿Quién eres? —preguntó Mariana con voz temblorosa.

—Soy la condena y la salvación —respondió el ángel, su voz resonando como un eco infinito.

Mariana no entendía, pero sentía una tristeza profunda en esas palabras. El ángel le mostró visiones de su pasado, de los errores y pecados de la humanidad, de la crueldad y la desesperación. Cada imagen quemaba su alma como las llamas del ángel quemaban su carne. Finalmente, vio a sus padres, su amor y su sacrificio, y comprendió que el ángel no estaba allí para castigar, sino para advertir.

—El fuego purifica, pero también consume —dijo el ángel—. Tu aldea está en peligro, y solo tú puedes salvarla.

Mariana regresó al pueblo, llevada por una fuerza que no comprendía del todo. Al despertar en su cama, pensó que todo había sido un sueño, pero en su mano encontró una pluma negra cubierta de cenizas. Supo entonces que debía actuar. Reunió a los aldeanos y les contó su visión. Al principio, muchos se mostraron escépticos, pero la desesperación en los ojos de Mariana los convenció.

Esa noche, cuando las sombras se hicieron más densas y el frío más mortal, los aldeanos se reunieron en el centro del pueblo, alrededor de una gran hoguera que Mariana había encendido. Rezaron y cantaron, y al hacerlo, sintieron que el calor de la hoguera les devolvía la vida. 

La figura del ángel apareció entre las llamas, pero esta vez no vino a condenar, sino a proteger. Las llamas del ángel se extendieron, formando un círculo de fuego que rodeó al pueblo, manteniendo a raya la oscuridad y el frío.

El ángel de las llamas se quedó vigilando hasta el amanecer, y cuando la primera luz del día rompió la oscuridad, desapareció en una nube de cenizas. Los aldeanos nunca olvidaron esa noche y, en agradecimiento, erigieron un monumento en el centro del pueblo, una estatua de un ángel con alas de fuego. 

Mariana, por su parte, se convirtió en la guardiana de la leyenda, asegurándose de que las futuras generaciones nunca olvidaran que, incluso en los tiempos más oscuros, la esperanza y el sacrificio podían traer la salvación.

FIN

 




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