En un rincón olvidado de la ciudad, se alzaba una mansión abandonada que llevaba décadas atrayendo leyendas y murmullos entre los habitantes locales. Los más viejos del lugar aseguraban que, en sus tiempos de esplendor, la mansión perteneció a una familia adinerada que desapareció sin dejar rastro. Desde entonces, extrañas luces y susurros ininteligibles emanaban de sus ventanas rotas y muros derruidos.
Una noche de luna llena, Martín, un joven curioso y amante de lo sobrenatural, decidió explorar la mansión en busca de aventuras y respuestas. Armado con una linterna y un puñado de valor, cruzó el oxidado portón de la entrada. La oscuridad del lugar parecía tragarse la luz de su linterna, y cada crujido de las tablas bajo sus pies resonaba como un susurro macabro en el vasto silencio.
Martín recorrió las habitaciones polvorientas, cada una más inquietante que la anterior, hasta que encontró una puerta al final de un pasillo. Estaba entreabierta y, tras ella, descendían unas escaleras hacia un sótano sumido en la penumbra. Sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero su curiosidad fue más fuerte y decidió bajar.
El sótano olía a moho y abandono. Las paredes estaban cubiertas de viejos papeles desgarrados, y el suelo estaba lleno de escombros. Justo cuando Martín se giró para subir de nuevo, la puerta se cerró de golpe con un estruendo que hizo eco en la oscuridad. La linterna parpadeó y se apagó, dejándolo en la más completa oscuridad.
De repente, sintió una presencia a su espalda. Un susurro helado recorrió su nuca, y antes de que pudiera reaccionar, fue derribado al suelo por una fuerza invisible. Intentó gritar, pero una mano etérea cubrió su boca. Lo arrastraron a un rincón donde, de pronto, apareció una figura espectral, envuelta en sombras y con ojos que brillaban con una luz maligna.
Martín, paralizado por el terror, sintió como manos invisibles lo inmovilizaban, dejándolo completamente indefenso. El espectro, con una sonrisa sádica, comenzó su tortura. No eran golpes ni heridas lo que infligía, sino cosquillas.
Cosquillas incesantes que se propagaban por todo su cuerpo. Los dedos espectrales se movían con una precisión cruel, encontrando cada punto sensible en su piel.
La risa de Martín resonaba en el sótano, una risa forzada, desgarradora y llena de sufrimiento. Cuanto más intentaba liberarse, más intensas se volvían las cosquillas. Sentía que se ahogaba, que sus pulmones no soportarían más, pero el espectro no se detenía. Parecía deleitarse con su sufrimiento, prolongando la tortura hasta el límite de lo insoportable.
Horas, quizás días pasaron en esa agonía interminable. La mente de Martín comenzó a fracturarse, cada risa forzada era un clavo más en el ataúd de su cordura. Finalmente, cuando el espectro decidió que su diversión había terminado, dejó a Martín en el suelo, apenas consciente. Con un último susurro que prometía un regreso, la figura se desvaneció, dejando al joven solo en la oscuridad.
Martín fue encontrado días después, en estado de shock, incapaz de articular palabras coherentes. Los médicos dijeron que era el estrés y el miedo, pero aquellos que conocían la historia de la mansión sabían la verdad.
Martín no volvería a ser el mismo, y su risa, una vez alegre, se había convertido en un eco vacío de la tortura que había sufrido en manos del espectro de la mansión abandonada.