El eco de los pasos resonaba en el corredor oscuro. Clara sostenía la linterna con mano temblorosa, su luz titilando contra las paredes mohosas del antiguo asilo abandonado.
Había escuchado las leyendas sobre este lugar, relatos oscuros que hablaban de experimentos inhumanos y almas atrapadas. Pero ella era periodista y no creía en fantasmas, al menos no hasta esa noche.
La puerta principal del asilo crujió al cerrarse detrás de ella, como si el edificio mismo intentara advertirle que no debía estar allí. Clara ignoró el escalofrío que recorrió su espalda y avanzó.
Sus ojos se encontraron con grafitis antiguos y mobiliario roto, vestigios de un pasado que se resistía a desaparecer. Pero lo que buscaba estaba en el sótano, en las entrañas del edificio.
Bajó las escaleras con precaución, cada peldaño emitiendo un gemido que se mezclaba con el zumbido de su linterna. Al llegar al sótano, se encontró con una puerta de hierro oxidada.
Con un suspiro de determinación, la empujó, revelando una vasta sala de confinamiento. En el centro de la sala, una jaula de gruesas barras metálicas capturó su atención. Y allí, dentro de la jaula, estaba ella. Un ángel. O al menos, eso parecía.
La criatura tenía la piel pálida como el mármol y un aura de desesperación que llenaba la sala. Sus alas blancas contrastaban con el oscuro entorno, pero estaban sucias, cubiertas de ceniza y sangre seca.
Su cabello era de un gris plateado, cayendo en suaves ondas alrededor de un rostro que alguna vez debió haber sido hermoso. Pero lo que más perturbaba a Clara eran sus ojos, dos orbes dorados que la miraban con una mezcla de tristeza y súplica.
—¿Quién eres? —preguntó Clara, su voz resonando en el vacío.
El ángel no respondió, solo la observó en silencio. Clara se acercó con cautela, notando que las manos de la criatura estaban ennegrecidas, como si hubiera intentado escapar de su prisión durante siglos.
—No puedo ayudarte si no me dices quién eres —insistió Clara.
Finalmente, el ángel habló, su voz suave como un susurro.
—Soy Amara, el último guardián. Fui traicionada por aquellos a quienes protegía y condenada a esta prisión.
Clara sintió un nudo en el estómago. Las historias que había escuchado sobre el asilo hablaban de doctores locos y experimentos fallidos, pero nada sobre ángeles caídos.
—¿Cómo puedo liberarte? —preguntó.
—La llave —dijo Amara, señalando con un gesto apenas perceptible hacia una esquina oscura de la sala—. Pero debes tener cuidado. Mi libertad tiene un precio.
Clara siguió la dirección indicada y encontró una pequeña caja de madera. Al abrirla, descubrió una llave antigua y oxidada. Pero había algo más en la caja, un pergamino con extraños símbolos. Cuando lo tocó, un dolor agudo recorrió su brazo, y una visión la inundó.
Vio a Amara, libre, sus alas extendidas en toda su gloria. Pero también vio sombras, criaturas horribles arrastrándose desde el abismo, atraídas por su libertad.
Clara se tambaleó, luchando por recuperar el control. Sabía que liberar a Amara traería consecuencias, pero la desesperación en los ojos del ángel la empujó a seguir adelante.
—No hay tiempo para dudas —susurró Amara—. Debes decidir ahora.
Clara respiró hondo y se acercó a la jaula. Introdujo la llave en la cerradura, girándola con un esfuerzo considerable. Las barras de metal emitieron un chirrido agónico al abrirse. Amara dio un paso hacia la libertad, pero antes de cruzar el umbral, miró a Clara una última vez.
—Gracias —dijo el ángel—. Pero ahora debes correr.
Sin esperar respuesta, Amara extendió sus alas y salió volando, derribando el techo del sótano en su ascenso. Clara corrió hacia las escaleras, pero el suelo comenzó a temblar y las paredes a derrumbarse. Sabía que había liberado algo mucho más oscuro que un simple ángel.
Afuera, el cielo nocturno se llenó de sombras, criaturas aladas que descendían sobre el asilo, atraídas por la liberación de Amara. Clara corrió hacia su coche, sintiendo el peso de su decisión en cada paso. Al llegar a su vehículo, se giró para ver el edificio colapsar, envuelto en llamas y oscuridad.
Se subió al coche y arrancó, alejándose lo más rápido posible. Mientras conducía, no pudo evitar mirar al cielo, donde las sombras aún revoloteaban. Había liberado a un ángel, pero también había desatado el terror. Y ahora, solo quedaba esperar las consecuencias de su elección.