En el vasto firmamento celestial, el Arcángel Gabriel brillaba con una luz pura y cegadora. Era conocido por su fortaleza y su dedicación inquebrantable al bien, portador de mensajes divinos y guardián de los sueños de los humanos. Sin embargo, su luz atrajo la atención de los príncipes de la oscuridad, seres malignos que ansiaban corromper la pureza y la bondad.
Lucifer, el más astuto de los príncipes oscuros, urdió un plan para capturar a Gabriel. Con palabras melifluas y promesas vacías, creó una trampa en los abismos del infierno, un lugar donde la esperanza y la luz eran rápidamente consumidas por la oscuridad. Gabriel, confiado en su misión, cayó en la trampa, atraído por el engaño.
Al cruzar el umbral del abismo, Gabriel sintió un frío intenso que le atravesó hasta el alma. Las sombras se enroscaron a su alrededor como serpientes hambrientas, y antes de que pudiera reaccionar, Lucifer se materializó ante él. Con una sonrisa perversa, el príncipe de la oscuridad extendió sus manos, y de sus dedos surgieron hilos de pura maldad que se incrustaron en el cuerpo de Gabriel.
El tormento fue inmediato y devastador. Gabriel sintió como si su cuerpo fuera desgarrado desde adentro, cada fibra de su ser luchaba contra la invasión oscura. El dolor físico era insoportable; era como si un fuego negro consumiera sus alas, quemando sus plumas blancas y doradas. Sus gritos resonaban en el vacío, pero no había nadie que pudiera oír su agonía.
En medio del sufrimiento, los pensamientos de Gabriel se convirtieron en una tormenta caótica.
¿Cómo pude caer en esta trampa? ¿Qué será de aquellos a quienes debo proteger? Cada espasmo de dolor le recordaba su responsabilidad, y la culpa empezaba a abrirse camino en su mente. ¿He fallado a la Luz? ¿Me he vuelto tan vulnerable a la maldad?
Sin embargo, entre el mar de dudas y desesperación, surgía una voz firme y serena desde lo más profundo de su ser.
No, aún hay esperanza. La luz dentro de ti no puede ser extinguida. Eres un arcángel.
Se aferró a esta certeza con todas sus fuerzas, incluso cuando el veneno oscuro de Lucifer intentaba contaminar su corazón. Sentía los tentáculos de la oscuridad intentando aplastar su voluntad, pero su fe en la bondad y en la luz era inquebrantable.
Cada recuerdo de amor y compasión era un ancla que lo mantenía firme. Recordó a los humanos que había guiado y protegido, sus sonrisas y sus miradas llenas de gratitud.
No puedo dejar que la oscuridad venza. Hay demasiado en juego.
Estas memorias actuaban como un escudo contra la malevolencia de Lucifer, y cada imagen de bondad le daba una chispa de fuerza para resistir.
Lucifer, frustrado por la resistencia de Gabriel, aumentó la intensidad del tormento. Los latigazos de energía oscura cortaban el aire, cada golpe era un intento de quebrar la voluntad del arcángel. Sin embargo, en medio del dolor, Gabriel encontró fuerza en sus recuerdos de amor y compasión.
Recordó las sonrisas de los humanos a quienes había ayudado, la gratitud en sus ojos, y eso le dio la fuerza necesaria para resistir.
Tu luz es un faro que nunca se extinguirá, se repetía Gabriel, un mantra que le daba fortaleza. Sentía cómo cada fibra de su ser se negaba a ceder, cómo su esencia luchaba con una tenacidad feroz contra la invasión de la oscuridad. El dolor era un recordatorio constante de su batalla, pero también un testimonio de su resistencia.
Finalmente, tras lo que pareció una eternidad de sufrimiento, Gabriel logró expulsar la influencia de Lucifer de su ser.
La oscuridad retrocedió, y el príncipe de la oscuridad, enfurecido, se desvaneció en las sombras, derrotado. Gabriel, aunque herido y agotado, aún brillaba con una luz pura. Su esencia no había sido corrompida.
Con una determinación renovada, Gabriel regresó al reino celestial. Su luz, aunque algo debilitada, seguía siendo un faro de esperanza.
El tormento había dejado cicatrices, pero también había reforzado su resolución. Había resistido la oscuridad y había salido victorioso, demostrando que la luz y la bondad son indomables, incluso en los momentos más oscuros.
Tras su amarga victoria sobre la oscuridad, Gabriel se elevó del abismo como un fénix herido, sus alas todavía resplandecientes aunque sus plumas doradas y blancas estaban chamuscadas y desgarradas.
El camino de regreso a la patria celestial fue un largo peregrinaje a través de paisajes estelares, donde las estrellas parecían suspirar al paso del arcángel herido, derramando su luz en forma de lágrimas plateadas.
Al llegar a los umbrales del reino celestial, el brillo de Gabriel era pálido comparado con la radiante magnificencia que una vez emanaba de su ser. Los otros ángeles lo recibieron con miradas llenas de tristeza y preocupación, susurrando entre ellos al ver las profundas cicatrices que marcaban el cuerpo de su querido hermano mayor.
Rafael, el sanador celestial, fue el primero en acercarse. Con una mirada de compasión y determinación, extendió sus manos hacia Gabriel.
— Hermano mío — dijo, su voz suave como el murmullo de un arroyo — dejemos que la luz de la curación lave tus heridas.
En el jardín eterno donde las flores nunca marchitan, bajo el árbol de la vida cuyas hojas susurran secretos de sanación, Rafael comenzó su labor. Sus manos se movían con una gracia etérea, tejiendo hilos de luz dorada sobre las heridas de Gabriel. Cada toque era una sinfonía de esperanza, un susurro de consuelo que envolvía al arcángel en un manto de serenidad.
Mientras Rafael trabajaba, Gabriel cerró los ojos y se sumergió en un estado de ensueño, donde los recuerdos de su tormento se mezclaban con visiones de paz y luz. Las cicatrices de su cuerpo eran como grietas en un mármol celestial, cada una contando una historia de resistencia y sufrimiento. Rafael, como un escultor divino, pulía esas cicatrices, transformándolas en marcas de honor y valentía.