En un remoto bosque, donde los árboles estaban cubiertos por una gruesa capa de nieve y el aire era tan frío que parecía cortar la piel, habitaba un ángel de belleza inigualable.
Su cabello era del color de las rosas, un contraste exquisito contra el blanco inmaculado que lo rodeaba, y sus alas, grandes y suaves, resplandecían con un delicado tono rosado. Sus ojos, de un dorado profundo, reflejaban la pureza y la inocencia de su alma.
Este ángel, conocido como Ailén, había sido enviado a la Tierra para proteger los bosques y la vida silvestre. Su presencia mantenía el equilibrio natural, y su sola existencia era un faro de esperanza y serenidad. Sin embargo, en lo más profundo de este bosque helado, una sombra acechaba. Una entidad antigua y malévola había despertado de su largo sueño, atraída por la luz y la pureza de Ailén.
Ailén caminaba por el bosque, admirando la belleza de los copos de nieve que caían suavemente desde el cielo. Su aliento formaba pequeñas nubes de vapor en el aire gélido. Mientras avanzaba, comenzó a sentir una perturbación en el ambiente, una presencia oscura que parecía seguirlo.
—¿Quién está ahí? —preguntó Ailén, su voz resonando como un susurro en el viento helado.
No hubo respuesta, solo el silencio opresivo del bosque y el crujido distante de la nieve bajo los pies de alguien, o algo, que no podía ver. Ailén sintió un escalofrío recorrer su espalda, un miedo primigenio que no había experimentado antes. Decidió seguir adelante, aunque con precaución, sus alas plegadas protectivamente a su alrededor.
A medida que avanzaba, la sensación de ser observado se intensificaba. Los árboles parecían cerrar filas, las sombras se alargaban y la temperatura descendía aún más. De repente, el ángel escuchó un murmullo, un sonido gutural que provenía de todas partes y de ninguna a la vez. Era como si el bosque mismo le hablara, pero con una voz llena de odio y envidia.
—Tu luz no es bienvenida aquí —susurró la voz—. Este es mi dominio, y no permitiré que lo ilumines con tu pureza.
Ailén giró sobre sí mismo, buscando el origen de la voz, pero no vio nada más que la blancura infinita del bosque. Sintió que algo rozaba sus alas y, al volverse, vio una figura oscura, alta y esbelta, que se desvaneció en el aire antes de que pudiera hacer nada. El ángel sabía que enfrentaba a una entidad poderosa, algo que no era de este mundo.
Decidió que era mejor regresar al claro donde solía refugiarse. Empezó a correr, sus alas apenas rozaban el suelo nevado. Pero mientras más rápido intentaba moverse, más parecía que el bosque se volvía en su contra. Las ramas de los árboles parecían extenderse para atraparlo, y las sombras se volvían más densas, como si intentaran engullirlo.
Finalmente, llegó al claro, pero lo que vio lo llenó de horror. En el centro del claro, donde solía encontrar paz, ahora había un círculo de hielo negro. En el centro de este círculo, una figura oscura y retorcida emergía del suelo, su presencia era la personificación del terror. Sus ojos eran pozos de oscuridad, su piel era como la corteza de un árbol muerto, y de su boca salía un vapor helado.
—Ailén —dijo la figura con una voz que era un cuchillo en la penumbra — Soy el Guardián del Olvido. Este bosque es mi reino, y no permitiré que tu luz perturbe la paz de los muertos.
El ángel intentó desplegar sus alas y volar, pero el Guardián alzó una mano y de las sombras surgieron cadenas de hielo negro que se enroscaron alrededor de sus alas, inmovilizándolo. Ailén luchó, su corazón palpitaba con una mezcla de miedo y desesperación, pero las cadenas eran implacables.
—¿Por qué haces esto? —gritó Ailén, su voz quebrada por el miedo—. Solo quiero proteger este bosque y sus criaturas.
—Este bosque no necesita tu protección —respondió el Guardián—. Aquí solo hay lugar para el olvido y la oscuridad. Tu luz es una amenaza para el equilibrio que mantengo.
Con un movimiento de su mano, el Guardián atrajo a Ailén hacia sí. El ángel sintió cómo la oscuridad lo envolvía, como si mil manos heladas se aferraran a su ser, drenando su luz y su calor. Cada segundo que pasaba, sentía su esencia desvanecerse, su brillo interior apagándose.
En un último intento desesperado, Ailén invocó toda la fuerza que le quedaba y emitió un destello de luz tan intenso que por un momento el claro se iluminó como si fuera pleno día. El Guardián retrocedió, cegado por la luz, y las cadenas que lo aprisionaban se aflojaron.
—¡No podrás apagarme! —gritó Ailén, con una determinación renovada.
Pero el esfuerzo fue demasiado. La luz se desvaneció tan rápido como había aparecido, dejando al ángel aún más debilitado. El Guardián, enfurecido, lanzó un rugido que resonó en todo el bosque. Las cadenas se apretaron de nuevo, y esta vez, la oscuridad fue total.
Ailén sintió cómo su conciencia se desvanecía, el frío invadiendo cada rincón de su ser. Sus últimos pensamientos fueron para el bosque que había jurado proteger y para las criaturas que ahora quedarían a merced del Guardián del Olvido.
—Perdóname, naturaleza —susurró Ailén, mientras la oscuridad lo consumía por completo.
El bosque volvió a su estado de silencio sepulcral, la luz de Ailén extinguida para siempre. El Guardián del Olvido, satisfecho, se desvaneció en las sombras, dejando tras de sí un claro vacío y un bosque sumido en una oscuridad eterna.