En el corazón de un bosque ancestral, donde el sol apenas osaba penetrar con sus tímidos rayos, se alzaba un claro envuelto en un perpetuo crepúsculo. La niebla, espesa y etérea, se enroscaba como un manto de sombras vivientes, serpenteando entre los troncos centenarios.
Allí, en medio de esa umbría que parecía desafiar al tiempo, se erguían dos figuras idénticas, dos gemelos de cabellos rojizos que brillaban como brasas en la penumbra.
Sus rostros, pálidos como la luna llena, eran un espejo perfecto el uno del otro. Ojos ámbar, profundos y penetrantes, observaban con una intensidad sobrenatural. Vestían túnicas oscuras, desgastadas por el tiempo y el uso, que se fundían con el entorno sombrío.
A su alrededor, se perfilaban siluetas femeninas de cuerpos grises, pétreos, como estatuas olvidadas por un escultor demente. Las figuras, con sus rostros vacíos y vacuos, parecían emerger de la misma tierra, como guardianas de un secreto antiguo y macabro.
Esa noche, el viento susurraba historias de épocas pasadas, cargado con el lamento de almas perdidas y las promesas rotas. Las llamas danzaban en hogueras esparcidas, sus chispas ascendían al cielo como estrellas fugaces en un firmamento al revés.
Los gemelos, Eryx y Aster, permanecían inmóviles, sus miradas fijas en el abismo que se abría ante ellos, un abismo no de tierra, sino de tiempo y destino.
Eryx, el mayor por unos minutos, sentía en su interior el peso de generaciones pasadas, una responsabilidad que no comprendía del todo pero que lo impulsaba hacia adelante. Aster, por su parte, se dejaba llevar por el flujo de los acontecimientos, confiando en una intuición casi animal, una conexión visceral con los espíritus del bosque.
El claro era un lugar de poder, un nexo entre lo mundano y lo etéreo, donde la realidad se distorsionaba y las barreras entre los mundos se desvanecían. Los habitantes del pueblo cercano susurraban cuentos de horror y maravilla sobre los gemelos y sus guardianas de piedra. Decían que eran los herederos de una maldición ancestral, una deuda con las fuerzas primigenias que gobernaban el bosque.
Las estatuas, sin embargo, no eran simples guardianas. Eran las vestales del bosque, mujeres que en tiempos inmemoriales habían jurado proteger ese lugar sagrado.
Sus cuerpos, ahora inmóviles y fríos, contenían almas en perpetua vigilia, esperando el cumplimiento de un ritual olvidado. Esa noche, los gemelos sabían que había llegado el momento de enfrentar su destino.
El viento aumentó su fuerza, como si el bosque mismo respirara con una anticipación tensa. Los árboles susurraban, sus hojas temblaban con un miedo ancestral. Los gemelos avanzaron hacia el centro del claro, donde una piedra de sacrificio se erguía, cubierta de runas antiguas y misteriosas. Cada paso resonaba en la tierra como un latido, sincronizado con el pulso del bosque.
Eryx levantó las manos hacia el cielo, invocando con palabras antiguas, desconocidas para los vivos. Aster, con los ojos cerrados, sentía el flujo de energía correr a través de él, conectándolo con las vestales, con el bosque, con todo lo que alguna vez fue y será. El aire se volvió denso, casi palpable, cargado con la electricidad de la expectativa.
De pronto, las llamas de las hogueras se intensificaron, alzándose en un furor que desafiaba la oscuridad. Las vestales comenzaron a moverse, sus cuerpos crujían como ramas secas, deshaciendo la inmovilidad de siglos. Los rostros vacíos se volvieron hacia los gemelos, sus ojos de piedra se encendieron con un brillo espectral. El ritual había comenzado.
Las vestales formaron un círculo alrededor de Eryx y Aster, sus cánticos se elevaron en una melodía lúgubre y hermosa, una sinfonía de lamento y esperanza. Eryx sentía el poder fluir a través de él, una fuerza abrumadora que casi lo desbordaba. Aster, en cambio, se mantenía sereno, su conexión con el bosque era un ancla en la tormenta de energía.
En el clímax del ritual, Eryx se arrodilló ante la piedra de sacrificio, ofreciendo su propio ser como tributo. Sus palabras resonaron en el claro, una promesa eterna de lealtad y protección. Aster, con un cuchillo ceremonial en mano, se acercó a su hermano. Sus ojos se encontraron, un entendimiento mudo pasó entre ellos, un vínculo más fuerte que la sangre.
Con un movimiento preciso, Aster hizo un corte en la palma de Eryx, dejando que la sangre roja como el fuego gotease sobre la piedra. La tierra tembló, el bosque entero pareció inclinarse ante el sacrificio. Las vestales elevaron sus cánticos, sus voces se unieron en un crescendo que resonó en los confines del bosque.
La sangre de Eryx activó las runas, que brillaron con una luz cegadora. Una energía antigua y poderosa se desató, envolviendo a los gemelos en un torbellino de fuerza y luz. Las vestales, con sus cuerpos de piedra, se fundieron con la tierra, completando su vigilia. El claro se transformó en un lugar de paz y renovación, un santuario donde lo antiguo y lo nuevo se unieron en armonía.
Eryx y Aster, agotados pero victoriosos, se levantaron. El bosque, ahora en silencio, los acogió como sus nuevos guardianes. Sabían que su tarea apenas comenzaba, pero estaban listos. El destino de los gemelos rojizos estaba sellado, y el bosque, con sus secretos y maravillas, sería su hogar y su legado.
Así, en el corazón del bosque ancestral, los gemelos Eryx y Aster iniciaron su nueva vida, custodiando los misterios del claro y protegiendo el equilibrio entre los mundos. Las vestales, ahora en paz, descansaban en la tierra, sus almas unidas con el bosque para siempre.
Y el claro, envuelto en un perpetuo crepúsculo, permanecía como un testimonio de la eterna danza entre la vida, la muerte y el renacimiento.
FIN