En un claro del bosque, donde los rayos del sol se filtraban entre las hojas danzantes de los árboles, una figura celestial se alzaba como una flor dorada en un mar de verde.
Era un ángel, cuyo halo brillaba como un sol diminuto en un cielo perpetuamente amanecido. Sus ojos, dos pozos de fuego ámbar, observaban el mundo con una dulzura que podía derretir hasta el hielo más gélido. Sin embargo, en ese claro, la luz no siempre significaba seguridad.
Ala derecha, reluciente como la nieve bajo el sol de invierno, simbolizaba la pureza. Su ala izquierda, oscura como la medianoche y encendida con un resplandor carmesí, era una advertencia de un pasado manchado. Las dos alas eran opuestas, como el día y la noche, eternamente entrelazadas en una danza de contrastes.
Los habitantes del pueblo cercano la llamaban "El Guardián del Claro", un ser de luz que traía consigo la promesa de protección. Sin embargo, la verdad era más oscura, oculta entre las sombras de los susurros y las leyendas. Detrás de su angelical apariencia, se escondía una historia teñida de sangre y sufrimiento.
Cada noche, cuando el sol se ocultaba y la luna reinaba en el cielo, el ángel dejaba su forma radiante y revelaba su verdadera naturaleza. Sus alas oscuras se expandían, cubriendo el claro en una penumbra inquietante, y sus ojos se convertían en abismos de desesperación.
Se decía que aquellos ojos habían visto horrores inimaginables, y que el ángel era un carcelero de almas perdidas, atrapadas en un purgatorio de tormento eterno.
Los árboles, testigos silentes del paso del tiempo, se agitaban y susurraban entre sí cuando el ángel caminaba entre ellos, sus pasos silenciosos como los de un felino acechando a su presa.
Los aldeanos que se atrevían a aventurarse en el claro durante la noche nunca volvían. Sus gritos, atrapados en la espesura del bosque, resonaban en la mente de aquellos lo suficientemente desafortunados para escucharlos.
Una noche, un grupo de jóvenes, movidos por la curiosidad y el escepticismo, decidió descubrir la verdad por sí mismos.
Armados con antorchas y rezos, se adentraron en el claro. La luna llena iluminaba sus rostros con una palidez fantasmal, y sus corazones latían al unísono, como un tambor de guerra anticipando una batalla inminente.
El ángel estaba allí, en el centro del claro, su halo brillando tenuemente como una estrella moribunda. Sus alas oscuras se extendían, abrazando la oscuridad. Cuando los jóvenes se acercaron, ella levantó la vista. Sus ojos, esos pozos de fuego que una vez parecían tan acogedores, ahora eran ventanas hacia un infierno sin fin.
Con una sonrisa que prometía más dolor que consuelo, el ángel se dirigió a ellos. Su voz era un susurro helado, como el viento de invierno filtrándose a través de una grieta en la pared.
- ¿Venís a buscar la verdad? - preguntó, y sus palabras se arremolinaron en el aire como hojas muertas en una tormenta- La verdad es una carga pesada, y aquellos que la buscan rara vez encuentran paz.
Esa noche, los gritos resonaron una vez más en el bosque, un coro de almas desesperadas atrapadas en un ciclo eterno de sufrimiento. Cuando la luz del amanecer finalmente rompió la oscuridad, el claro estaba vacío, salvo por las antorchas apagadas y las sombras que parecían más oscuras de lo normal.
El Guardián del Claro permanecía, su halo brillando con una luz engañosamente cálida. Y el bosque, con sus árboles antiguos y sabios, susurraba una vez más, recordando a todos aquellos que escuchaban que en ese claro, la luz y la oscuridad eran dos caras de la misma moneda, y que la verdadera naturaleza del ángel era un misterio que nadie podría desentrañar sin pagar un precio terrible.
FIN