Cadenas Del Alma

Cadenas Del Alma

El eco de las llamas titilaba en la penumbra, como susurros que acarician la piel y arrancan escalofríos. Allí, en medio de la oscuridad espesa, un joven de cabellos rojos, más vivos que la sangre recién vertida, sostenía la mirada vacía y hundida hacia el suelo, sus labios entreabiertos como si esperara gritar y, sin embargo, el grito nunca emergiera.

Aquellas lágrimas negras que surcaban sus mejillas parecían no ser suyas, sino del demonio que le habitaba, el dueño de esa prisión de carne en la que se había convertido.

Las cadenas invisibles apretaban su espíritu, serpenteando en torno a sus pensamientos, sus deseos, sus recuerdos. Dentro de él, una sombra reptaba, burlona y siniestra, una entidad de mil nombres que devoraba todo a su paso, como un cuervo que arrancaba pedazos de la razón.

Podía sentirla deslizarse por sus venas, invadiendo su esencia, diluyendo su voluntad en un océano de abismos oscuros.

Aquel demonio era frío, tan frío que helaba su aliento, y con cada susurro, con cada palabra carcomía un fragmento más de su humanidad, dejándolo en una desesperación tan profunda que el mismo vacío temía.

Intentó resistir, forcejear con la criatura que le ocupaba. En sus sueños, se veía rompiendo las cadenas, arrancándose esa presencia con manos temblorosas, gritando, desgarrando su piel si era necesario.

Pero siempre despertaba para descubrir que era inútil; el demonio no solo habitaba su cuerpo, sino su alma, incrustado en sus pensamientos como una raíz venenosa que no dejaba de expandirse.

—No tienes escapatoria —murmuraba el demonio, su voz como un murmullo de hojas secas arrastradas por el viento — Eres mío, cada suspiro que das me pertenece.

El joven, aún aferrado a una chispa de esperanza, se refugiaba en los recuerdos de una vida pasada, aquellos días de libertad en los que el sol no era una amenaza sino un consuelo, pero hasta esos recuerdos empezaban a teñirse de oscuridad.

Todo lo que alguna vez amó, todo aquello que definía quién era, se le escapaba entre los dedos como arena fina. ¿Era real ese otro yo? ¿O solo era una ilusión que el demonio le permitía ver para burlarse de su fragilidad?

A veces, cuando la desesperación lo envolvía como un manto helado, sus manos se movían involuntariamente, trazando patrones desconocidos en el aire, ritos oscuros que brotaban de sus labios sin control, mientras su cuerpo convulsionaba en un retorcimiento de agonía.

Cada vez que ocurría, el demonio sonreía a través de él, revelando su rostro en el espejo, una sombra oscura que ocupaba sus rasgos y que se burlaba, enseñándole que no había más yo, que solo existía un nosotros: el demonio y él, fusionados en una sola entidad.

Los días se sucedían en una niebla espesa, y el tiempo, aquel río que parecía incansable, ahora se estancaba en un abismo sin fondo, donde cada minuto se convertía en un siglo de tormento.

Sentía que el demonio se alimentaba de su sufrimiento, que su dolor era un festín interminable, una ofrenda involuntaria para aquella bestia que no conocía el límite de la crueldad.

Un día, mientras la penumbra lo devoraba y las lágrimas negras brotaban de sus ojos, alzó la mirada con una súplica muda. Deseaba liberarse, deseaba más que nada recuperar su vida, ser el dueño de su carne y hueso. En ese instante, el demonio se rió, una risa que resonó en cada rincón de su mente y quebró su esperanza. Pero, de pronto, algo sucedió.

El aire en la habitación se tornó pesado, vibrante, cargado de una electricidad sobrenatural. Las paredes comenzaron a latir como si fueran carne, y un olor a hierro se esparció, denso y oscuro.

Entonces, de la sombra misma, apareció una figura encapuchada, un reflejo ominoso de su misma condena, alguien que parecía conocer los secretos de la oscuridad mejor que él.

La figura, sin decir palabra, se inclinó ante él, extendiendo una mano pálida y fría. El joven, poseído y desgarrado, sintió una súbita atracción hacia aquel extraño, un vínculo profundo y perturbador. Cuando sus manos se tocaron, un calor abrasador invadió su pecho, algo que no sentía desde hacía años.

—Ven conmigo —susurró la figura con una voz espectral, tan familiar que le erizó la piel — Yo sé cómo liberarte.

El joven, sin saber si se trataba de una nueva tortura o de la salvación misma, dejó que la figura lo condujera. Pero cuando el extraño se giró, su capucha cayó, revelando un rostro idéntico al suyo, aunque marcado por años de sufrimiento y cicatrices de batallas que jamás había librado.

Y en ese instante, comprendió que su salvación era tan solo un reflejo, una broma siniestra de un destino retorcido. Porque el demonio lo había dividido, arrancándole un pedazo de su propia alma para atormentarlo con la imagen de lo que podría haber sido. Cuando la figura se desvaneció en el aire, el joven quedó solo, su cuerpo vacío, su esencia partida.

Al final, en el silencio de aquella noche interminable, el joven levantó la vista hacia el espejo y vio, no su reflejo, sino al demonio sonriéndole, satisfecho, mientras la figura encapuchada regresaba para ocupar su lugar... pero ahora dentro de su mente, un eco eterno de su propia desesperación.

Nadie podría explicar jamás cómo el joven, al día siguiente, apareció muerto en su habitación, ni cómo su reflejo permaneció allí, en el espejo, con una sonrisa escalofriante y sus lágrimas negras eternamente congeladas.

Aquellos que lo vieron aseguraron que el demonio aún habitaba dentro del cristal, esperando la próxima alma que se atreviera a mirarlo.

FIN




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