Cadenas Del Alma

El Eco Del Infierno

La noche era un manto de sombras líquidas que cubrían la tierra como un velo de muerte. La luna llena, pálida y resplandeciente, arrojaba su luz sobre el claro donde Lucien y Azrael se encontraban. La presencia de aquel demonio lo envolvía, como un abrazo invisible que le recorría la piel con un frío que ardía.

Aquella figura de ojos carmesí y sonrisa eterna era una contradicción que atormentaba y seducía; era la muerte misma en una forma tentadora, un eterno recordatorio de su fragilidad humana.

Desde el primer encuentro, Lucien había sentido que su alma se desmoronaba bajo el peso de un deseo imposible.

Azrael no era simplemente un demonio, sino una entidad que había atravesado los eones de la existencia, un ser forjado en las profundidades más oscuras del infierno, marcado por mil pecados y condenado a deambular sin descanso.

Para él, el tiempo no era más que un río que se repetía en ciclos interminables, cada paso una repetición de su propia desdicha.

Aun así, había algo en Lucien que rompía el tedio de la eternidad. Tal vez era su inocencia, su fragilidad, o la forma en que se aferraba a la esperanza, incluso cuando la oscuridad lo abrazaba.

Azrael lo observaba con ojos que habían visto el nacimiento y la muerte de galaxias, y en aquel joven encontró algo que había olvidado: el eco de la humanidad perdida.

Un Pacto Sellado en la Penumbra

En una de sus noches compartidas, en medio de aquel claro donde se encontraban en secreto, Lucien, sin aliento y con el corazón latiendo como un tambor de guerra, extendió su mano y entrelazó sus dedos con los de Azrael.

El toque del demonio era gélido, como el mármol en una noche de invierno, pero su tacto provocaba un calor abrasador en el pecho de Lucien, un fuego que nacía de su propia condena.

—Hazme tuyo, Azrael. No temo a la oscuridad si puedo enfrentarla a tu lado.

Azrael lo miró, y en sus ojos de sangre se encendió una chispa de algo que no había sentido en milenios. Pero sabía que aquel pacto no traería más que dolor y ruina para ambos.

Los demonios no aman, no en el sentido humano de la palabra. Su amor era posesivo, voraz, un hambre insaciable que destruía todo lo que tocaba. Pero, a pesar de ello,

Azrael accedió. Tal vez porque, en su esencia demoniaca, anhelaba destruir a Lucien como una prueba de su propio poder, o tal vez porque había en el joven una pureza que quería corromper, un destello de luz que deseaba apagar.

—Así sea, Lucien —murmuró el demonio con un susurro que contenía promesas y condenas a la vez.

Aquella noche, en medio del bosque cubierto de sombras, sellaron su pacto con un beso. La lengua de Azrael era como fuego líquido, y cada toque se sentía como una caricia de cuchillas que dejaban cicatrices invisibles en el alma de Lucien.

Al contacto de sus labios, algo dentro de Lucien comenzó a morir, pero en ese mismo instante, algo nuevo y oscuro también nació en él. Era como si el propio infierno se hubiera instalado en su pecho, un peso que lo llenaba de una euforia trágica.

Amor y Destrucción

A medida que sus encuentros continuaron, Lucien se dio cuenta de que su vida iba perdiendo su color y su alegría. Lo que antes amaba ya no le importaba, sus amigos y familia se convirtieron en sombras insignificantes, y la idea de perder a Azrael era un tormento mayor que la misma muerte.

No entendía cuánto había sacrificado por aquel demonio, hasta que un día, mientras lo observaba bajo la luz tenue de la luna, se percató de las marcas oscuras en su propia piel.

Eran como venas negras que serpenteaban por sus brazos, un recordatorio visible de su unión con Azrael, la marca de su propia perdición.

Azrael lo veía cada vez más sumido en la desesperación, enredado en el amor que no podía escapar. Sabía que su propia naturaleza lo llevaba a consumirlo, a absorber la vitalidad y el alma de Lucien hasta que no quedara más que un cascarón vacío. Pero el demonio era incapaz de detenerse.

Cuanto más intentaba alejarse, más lo atraía el dolor de Lucien, aquel dolor que él mismo había provocado. Era como si la destrucción de aquel joven fuera su razón de ser, un acto cruel que se repetía sin fin.

En cada encuentro, Lucien se abandonaba a Azrael, dejando que su alma se rompiera en mil pedazos. Sus cuerpos se entrelazaban en una danza mortal, cada beso era un pacto de muerte, cada caricia una promesa de destrucción.

A veces, en sus momentos de mayor debilidad, Azrael sentía una punzada de arrepentimiento, una sombra de humanidad que lo azotaba como un recuerdo distante. Pero aquel amor ya no podía ser deshecho, y ambos estaban atrapados en un círculo vicioso de deseo y dolor.

La Última Noche

La última noche de su amor fue una noche fría y sin estrellas. El cielo era un lienzo negro, una premonición de la tragedia que estaba a punto de ocurrir. Azrael y Lucien se encontraron en el mismo claro donde había comenzado todo.

El joven ya no era el mismo; sus ojos, una vez llenos de vida y esperanza, ahora eran pozos oscuros que reflejaban el abismo que lo consumía. Su piel estaba pálida y marcada por las sombras que Azrael había dejado en él.

—Azrael… —murmuró Lucien, su voz quebrada y rota, como si cada palabra fuera una despedida.

El demonio se acercó a él, y en un gesto inusitado de ternura, lo abrazó, permitiendo que Lucien sintiera por última vez el frío helado de su amor. Sabía que no podría dejarlo vivir, que su amor era una condena que había desangrado a Lucien hasta el borde de la muerte.

Azrael cerró los ojos, y una lágrima de sangre descendió por su mejilla, un símbolo de la tragedia que ambos habían construido.

Lucien alzó su rostro, buscando un último beso, y Azrael se lo concedió. Fue un beso que encerró mil promesas rotas, un pacto eterno que sellaba sus destinos.

Con cada segundo que sus labios permanecieron unidos, Azrael sintió la vida de Lucien desvanecerse, como el humo que se disipa en el aire, llevándose con él los recuerdos de sus noches compartidas.




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