El cuarto estaba sumido en una quietud helada, un lugar que parecía haberse congelado en el tiempo. En el centro de la habitación, dentro de una caja de cristal reluciente, como un espécimen atrapado en un museo de horrores, estaba él.
Su cabello era de un azul etéreo, como las aguas profundas de un océano donde habitan secretos insondables. Sus ojos, dorados y melancólicos, miraban hacia el vacío con la intensidad de un misterio que no podía ser comprendido.
Era hermoso, frágil, como una figura delicada esculpida por un artesano obsesivo que lo hubiese creado para ser admirado, pero nunca tocado.
Desde afuera, su rostro parecía calmo, pero en sus ojos brillaba una angustia contenida, un grito atrapado que nadie podía oír.
Para los visitantes, él era una obra de arte, una maravilla en una jaula de cristal, pero para él, aquella caja era una prisión perfecta, una trampa que lo condenaba a observar y ser observado, a existir sin vivir.
Nadie sabía cómo había terminado ahí, ni cuándo comenzó la maldición que lo ató a aquel confinamiento brillante y frío. La historia cuenta que fue el deseo de ser amado, de ser visto y admirado, lo que lo llevó a su perdición.
Siempre había anhelado la perfección, el reconocimiento, ser algo más que un simple mortal en un mundo lleno de almas comunes. Pero los deseos pueden ser trampas disfrazadas, espejismos que prometen cumplir nuestros sueños solo para transformarlos en pesadillas.
Una noche, se encontró con un antiguo espejo, un artefacto extraño que le ofrecía más que su reflejo. En su superficie, vio una versión idealizada de sí mismo: ojos dorados como el fuego que nunca se apaga, cabello azul que brillaba como un cielo al atardecer.
Era la perfección que siempre había anhelado, y el espejo le susurraba que podía ser suyo, que aquella belleza no era solo una ilusión. Sin pensarlo, extendió la mano y tocó el cristal, deseando fervientemente convertirse en aquello que veía.
Fue en ese momento que el reflejo lo atrapó. Sus dedos atravesaron la superficie como si fuera agua, y de pronto, una fría sensación lo envolvió, un abrazo de hielo que se cerraba alrededor de su cuerpo, ahogando sus sentidos.
Cuando recuperó la conciencia, ya no era un hombre de carne y hueso, sino una figura atrapada en una caja de cristal, un prisionero de su propio deseo. El espejo, satisfecho con su presa, se desvaneció en la nada, dejando solo la caja y la figura perfecta, inmóvil, pero llena de vida atrapada.
Los días y las noches pasaban sin distinción dentro de su prisión. No había sol, ni luna, ni estrellas; solo su propio reflejo, eterno y cruel, mirándolo desde las paredes de cristal. Sus ojos dorados, que antes habían brillado con anhelo, ahora eran dos pozos de desesperación, como soles moribundos que se consumían en su propio ardor.
Podía ver cada detalle de su rostro, cada trazo de perfección, pero esa misma belleza que había deseado se había convertido en una tortura. Era un dios atrapado en un cuerpo perfecto, destinado a admirarse a sí mismo hasta la locura.
A veces, cuando la soledad se volvía insoportable, golpeaba las paredes transparentes, sus manos se alzaban contra la barrera invisible que lo separaba del mundo exterior, pero el cristal no cedía.
La caja, tan reluciente y pura, era como el hielo más denso, impenetrable. Cada intento de escape solo aumentaba su frustración, su impotencia.
Sentía que su propia belleza lo sofocaba, como un veneno que lo asfixiaba lentamente. Aquello que alguna vez había ansiado con fervor ahora era su peor enemigo.
Pronto comenzaron a llegar personas, atraídas por el rumor de la "maravilla viviente" encerrada en una caja de cristal. Visitantes de todo tipo venían a verlo, admirados por su extraña belleza, por la pureza de su forma, por la intensidad dorada de sus ojos.
Lo miraban como si fuera un milagro, una criatura de otro mundo, y en sus rostros, él veía el reflejo de su propio deseo.
Los escuchaba susurrar palabras de asombro, palabras que en otro tiempo habrían llenado su corazón de orgullo, pero que ahora solo le producían amargura.
Se había convertido en aquello que siempre quiso: el centro de atención, la perfección personificada. Pero en ese logro no había gozo, sino una tristeza profunda, una soledad inquebrantable.
Era una paradoja viva, un ser que todos podían ver, pero que nadie podía conocer. Su existencia estaba definida por las miradas ajenas, por la adoración vacía de quienes nunca entenderían el tormento de su prisión.
Con el tiempo, comenzó a notar algo más. Su reflejo en las paredes de cristal no era un simple reflejo. Había algo en él, una chispa de vida propia que lo observaba con una intensidad creciente.
A veces, cuando giraba la cabeza rápidamente, el reflejo parecía moverse un instante después, como si lo estuviera imitando de manera burlona. Aquello no era solo un reflejo; era una presencia, una sombra que lo acechaba desde dentro del cristal, un eco de su deseo que había cobrado vida.
Las semanas se transformaron en meses, y los meses en años. Su rostro permanecía inmóvil, perfecto, sin envejecer, mientras su alma se marchitaba.
La presencia en el cristal se volvía cada vez más fuerte, sus ojos dorados, más vivos, más intensos. Y entonces comenzó a oír su propia voz, suave y susurrante, como un eco que brotaba del fondo de su mente.
-¿Qué ves? -le preguntaba el reflejo, con una sonrisa sutil-. ¿No es esta la perfección que siempre deseaste?
Intentaba ignorar la voz, pero el susurro persistía, como el zumbido de un insecto en la oscuridad. Con el tiempo, el eco se convirtió en un grito, una burla constante que lo atormentaba, una presencia que se regodeaba en su sufrimiento.
-¿No querías que te admiraran? -repetía la voz en su mente-. ¿No deseabas ser perfecto, eterno, más allá de la carne y del tiempo?
Un día, finalmente cedió. Se giró hacia su propio reflejo, que lo miraba con una expresión retorcida, y gritó, un grito ahogado y desesperado que resonó en el silencio del cristal.