El bosque se extendía como un océano de sombras y árboles retorcidos, donde la luz del sol apenas se filtraba, atrapada por el enmarañado dosel de ramas negras.
Era un lugar donde la naturaleza parecía mantener sus propios secretos, donde los caminos se confundían y las criaturas que habitaban en las sombras observaban con ojos insondables.
Entre esos troncos oscuros y raíces retorcidas, una figura caminaba como un espectro que había perdido su camino. Era un joven de cabellos rojos como la sangre derramada, y sus ojos, antes serenos, ahora ardían con un resplandor oscuro, como brasas encendidas en la penumbra.
Su nombre era Eryndor, y alguna vez fue un hechicero de corazón noble, un protector del bosque que usaba su poder para sanar la tierra y las criaturas que lo habitaban.
Su magia era un canto, un susurro que resonaba entre los árboles y el viento, y su presencia era bienvenida por todos los seres que buscaban refugio en su luz. Pero ahora, esa luz se había apagado, engullida por las sombras que habían encontrado un hogar en su alma.
Todo comenzó la noche en que Eryndor encontró aquel extraño objeto, un cinturón dorado adornado con intrincados grabados y símbolos arcanos, olvidado en un rincón del bosque.
El metal brillaba con una luz cálida, tentadora, como un rayo de sol atrapado en el oro. Algo en él parecía llamarlo, como un eco distante de una voz que le susurraba desde la profundidad de los tiempos.
Sin entender el peligro, Eryndor lo tomó en sus manos, fascinado por la complejidad de su diseño. Sintió una corriente de poder recorrer su cuerpo, una energía que le prometía fuerza y conocimiento más allá de la comprensión humana. Fue en ese momento cuando, impulsado por la curiosidad y la inocencia, decidió colocarse el cinturón alrededor de la cintura.
Pero apenas el broche se cerró, una sensación de frío absoluto se apoderó de él. Eryndor sintió como si el bosque entero retrocediera, como si el mundo se desvaneciera ante sus ojos y lo único que quedara fuera una oscuridad infinita.
El cinturón se apretó contra su piel, sus símbolos arcanos brillaron con una luz dorada que pronto se volvió negra, como si absorbiera toda la bondad y la luz de su espíritu.
—Tu voluntad es mía —murmuró una voz antigua en su mente, una voz que resonaba como el crujir de los troncos viejos y el susurro del viento en las noches sin luna — Tus poderes y tu alma me pertenecen ahora, Eryndor. Serás mi sirviente, mi emisario de oscuridad.
Desde aquel instante, la mente de Eryndor fue un campo de batalla. Sentía la sombra infiltrarse en sus pensamientos, como raíces venenosas que se enredaban en su conciencia, tratando de aplastar los recuerdos de quien solía ser.
Luchaba, intentaba resistir, pero cada día, la voz se hacía más fuerte, más implacable. Y el cinturón, que parecía ser solo un objeto de metal, se volvió un guardián invisible, un carcelero que sellaba su libertad.
El bosque, antes su refugio, se convirtió en su prisión. Donde antes sus pasos traían consuelo, ahora llevaban miedo.
Las criaturas que antes se acercaban a él ahora se escondían en lo más profundo de la tierra, y los árboles, que antes lo protegían con sus ramas, crujían con un sonido de advertencia cuando él se acercaba.
Eryndor veía el cambio en sus propias manos, que antes sanaban y ahora solo conjuraban sombras, sus dedos temblando mientras invocaba hechizos que jamás hubiera deseado conocer.
—No quiero esto… —susurraba a veces, en los momentos de mayor lucidez, cuando lograba arrancar una migaja de control al cinturón.
Pero la voz, su captor, solo reía.
—No hay elección, Eryndor. La bondad es un lujo que ya no puedes permitirse.
Con el tiempo, la resistencia de Eryndor fue menguando, y la oscuridad que lo había atrapado lo envolvió como un manto. Los pocos aldeanos que alguna vez confiaron en él empezaron a hablar de un hechicero oscuro que rondaba los límites del bosque, un ser que conjuraba tormentas y que controlaba a las criaturas de la noche.
Decían que su risa era un trueno que hacía estremecer a la tierra y que sus ojos, rojos como el fuego, podían arrebatar la vida con solo una mirada.
Lo que ellos no sabían era que, en el fondo de aquel hechicero, en lo más profundo de su ser, Eryndor seguía luchando. Su espíritu estaba encadenado, pero no roto, y aunque cada día era una batalla perdida, no renunciaba a la esperanza de liberarse del yugo del cinturón.
En las noches, cuando la voz del cinturón dormía, Eryndor se arrodillaba bajo la luna, y en su mente se veía a sí mismo como era antes: un joven con una sonrisa serena, con el poder de sanar en sus manos.
Pero esos momentos eran cada vez más breves, cada vez más dolorosos. La oscuridad lo reclamaba, lo hundía más y más en sus fauces.
Cada hechizo que lanzaba, cada vida que arrebataba bajo la influencia del cinturón, era un golpe a su alma, una cicatriz que se sumaba a las muchas que ya tenía.
Y aunque en sus ojos seguía brillando una chispa de humanidad, el cinturón se aseguraba de que no quedara nada más que una sombra de lo que una vez fue.
Un día, mientras caminaba por el bosque, Eryndor encontró un niño que había perdido su camino. Era un pequeño que apenas podía caminar, y sus ojos reflejaban la misma inocencia que alguna vez Eryndor había tenido.
La voz del cinturón se alzó en su mente, exigiendo que lo destruyera, que lo utilizara como ofrenda para alimentar su poder. Pero algo en el corazón de Eryndor se quebró en ese momento, una brecha en la oscuridad que permitió que una chispa de su antiguo yo resurgiera.
Con manos temblorosas, Eryndor alzó al niño y lo llevó hasta el borde del bosque, luchando con cada paso contra la voluntad del cinturón. Cada latido de su corazón era un enfrentamiento contra la sombra, cada aliento, una súplica por recuperar el control.
Cuando dejó al niño a salvo en el borde del bosque, Eryndor sintió una pequeña victoria. Pero el cinturón, furioso por su desobediencia, lo castigó con un dolor inimaginable, un tormento que lo hizo caer de rodillas, su rostro retorcido por el sufrimiento.