En un mundo donde las estrellas y la energía fluyen a través de canales invisibles, Alek era un elegido, un guardián de los Cristales de Luz. Los cristales, relicarios de un poder ancestral, brillaban intensamente en su armadura, cada uno pulsando al ritmo de su corazón, sincronizado con la energía de la galaxia.
Alek había sido entrenado desde niño para este momento, para convertirse en el protector de las Puertas Estelares que conectaban mundos y dimensiones.
La armadura que llevaba no solo era un símbolo de poder, sino un conducto de energía pura que le permitía manipular fuerzas más allá de la comprensión humana. La luz azul de los cristales bañaba su piel, otorgándole fuerza, velocidad, y la capacidad de atravesar el tiempo y el espacio.
Pero su tarea no era fácil. Ser guardián significaba renunciar a la vida común, a los lazos humanos y al descanso. Su destino era custodiar el flujo de energía entre los mundos y evitar que seres oscuros aprovecharan ese poder para el caos.
Alek se adentró en la Puerta Estelar una vez más, sintiendo el peso de su misión y el pulso de los cristales que lo conectaban con las estrellas. Aunque su vida era solitaria, sentía una paz profunda al saber que su existencia era el muro entre la armonía de los mundos y la oscuridad que siempre intentaba cruzar el umbral.
Alek avanzaba a través del portal, y en ese instante el cosmos parecía girar a su alrededor. Sentía la energía de los Cristales de Luz vibrando en su piel, como una melodía silente que solo él podía escuchar. Cada paso lo acercaba a su destino, un rincón del universo donde el equilibrio estaba en peligro.
Desde hacía eones, los guardianes habían custodiado la estabilidad entre las dimensiones, manteniendo a raya a las entidades que deseaban aprovechar el poder de las Puertas Estelares para sus propios fines.
La misión que tenía ante sí era distinta a cualquier otra. Recientes disturbios en el flujo de energía indicaban la presencia de una fuerza desconocida, algo que ningún guardián había enfrentado antes.
Alek había sentido la perturbación en sus huesos, un escalofrío que atravesaba su alma, como si una sombra estuviera acechando en los confines del universo, esperando su momento para atacar.
A medida que avanzaba, vislumbró una figura envuelta en sombras, un ser cuyas formas parecían cambiar con cada movimiento, como un espejismo que burlaba la realidad misma.
Era el Rey Oscuro, un ente de antigua malevolencia que había sido exiliado hacía siglos por los primeros guardianes. Su presencia distorsionaba el espacio, corrompiendo la pureza de la luz de los cristales.
—Alek, guardián de los Cristales —susurró la figura en un eco que retumbaba en cada rincón de su mente — Has sido fiel a tu misión, pero todo guardián encuentra su fin. Únete a mí y no conocerás la soledad eterna de tu orden.
Alek sintió un momento de duda. La vida de un guardián era solitaria y estaba llena de sacrificios, un viaje sin final a través de la vastedad del cosmos. La tentación de abandonar aquella carga, de liberarse de la responsabilidad, era fuerte, como una sed en el desierto.
Pero, al mirar el brillo de los Cristales de Luz en su pecho, recordó la promesa hecha hace tanto tiempo, la promesa de proteger a todos aquellos que vivían bajo la paz de las estrellas.
—La oscuridad nunca prevalecerá mientras los Cristales brillen —respondió Alek, alzando su brazo y canalizando la energía de su armadura. Los cristales destellaron como soles, irradiando una luz tan pura que las sombras alrededor del Rey Oscuro comenzaron a disiparse, desintegrándose como cenizas al viento.
El Rey Oscuro lanzó un rugido de furia, la misma ira de mil mundos sumidos en penumbra, y arremetió contra Alek con todo su poder. La batalla que siguió fue épica, una danza de luz y sombras que resonó a través del espacio y el tiempo.
Alek se movía con la gracia y la precisión de un guerrero entrenado, usando la energía de los cristales para repeler los ataques oscuros, cada destello un escudo, cada movimiento y una defensa contra la oscuridad.
Finalmente, en un último sacrificio, Alek concentró toda la luz de los cristales en un solo rayo, liberando un poder tan brillante que el mismo cosmos se estremeció. La figura del Rey Oscuro se desintegró en la luz, y su esencia fue sellada nuevamente en los confines de la eternidad, incapaz de amenazar la paz de los mundos.
Alek, exhausto pero triunfante, sintió cómo el peso de su misión se aligeraba. La paz había sido restaurada, y aunque su vida seguiría siendo solitaria, sabía que su sacrificio valía cada estrella que brillaba en el firmamento.
Había nacido para ser el guardián de los Cristales, y con cada paso que daba hacia la próxima misión, comprendía que la verdadera fuerza provenía de su luz interior, la misma que resonaba en cada rincón de la galaxia.
FIN