En un rincón olvidado del universo, donde el cielo se fragmenta entre sombras y luces eternas, existía un ser de poder indescriptible, conocido como el Ángel de las Alas Partidas.
Su figura era una paradoja viviente: dos grandes alas se extendían a cada lado de su espalda, una de un blanco puro como la primera nevada, y la otra de un dorado profundo y ardiente, como las brasas de un fuego antiguo. Sus ojos, de un ámbar incandescente, brillaban con una mezcla de inocencia y conocimiento que parecía desafiar el flujo del tiempo.
Nadie sabía el verdadero nombre de este ángel, y quizás él mismo había olvidado su identidad después de tantas eras. Era un guardián, una criatura atrapada entre el cielo y el infierno, sus alas reflejaban esa dualidad: el equilibrio inestable de luz y oscuridad en su interior. Cadenas negras y pesadas rodeaban sus brazos y su pecho, símbolo de una promesa eterna y un castigo inquebrantable.
Mucho tiempo atrás, este ángel había sido enviado por las fuerzas celestiales para detener una guerra entre la luz y la oscuridad, una batalla que amenazaba con destruir todos los mundos. Su misión era ser el mediador, el puente que podría salvar a ambas partes del caos.
Pero para hacerlo, tuvo que aceptar un sacrificio: ser marcado con la esencia de cada fuerza. Así, una de sus alas se tornó blanca, símbolo de su conexión con la luz, mientras que la otra se tiñó de un dorado incandescente, una marca del poder del abismo.
En el momento en que aceptó este destino, las cadenas aparecieron en su cuerpo, rodeándolo con un peso eterno. Cada eslabón representaba un pacto, una ley cósmica que juraba mantener el equilibrio en su ser.
Aquellas cadenas no solo lo atrapaban físicamente, sino también espiritualmente; cada decisión, cada pensamiento, cada acción debía estar en perfecto equilibrio, o de lo contrario el universo mismo podría desmoronarse.
Con el tiempo, el ángel comenzó a sentir los efectos de aquella dualidad. La oscuridad en su ala dorada le susurraba promesas de poder, de liberación de su deber, de una vida sin el peso de las cadenas.
La luz en su ala blanca, en cambio, lo instaba a renunciar a todo deseo personal y a sacrificarse en favor del bien común. Estas fuerzas opuestas lo desgarraban desde dentro, haciéndolo cuestionarse si era posible vivir sin inclinarse hacia un lado.
Mientras el conflicto interno aumentaba, comenzó a notar cómo sus emociones influían en su entorno. Si la oscuridad ganaba terreno en su corazón, las criaturas de las sombras se materializaban a su alrededor, observándolo con ojos brillantes y malévolos. Pero si la luz tomaba el control, un brillo cegador se expandía a su alrededor, purificando todo en su camino, dejando solo silencio y vacío.
Sabía que, si permitía que una de estas fuerzas lo consumiera por completo, perdería su propósito y su existencia se convertiría en una amenaza para el universo. El equilibrio que lo definía era su misión, pero también su maldición.
Una noche, cuando el cielo estaba cubierto de nubes negras que se enroscaban como serpientes, el ángel fue convocado a un lugar llamado la Tormenta Eterna, un vórtice donde el cielo y la tierra se unían en un caos sin fin.
Allí se encontraban seres de ambas facciones: criaturas de luz pura y demonios oscuros, figuras que lo observaban con una mezcla de odio y admiración. En el centro de aquel vórtice, una figura oscura se alzó, su presencia era como un agujero negro que devoraba la luz.
Era un emisario de las sombras, un antiguo demonio que había visto la creación y la destrucción de innumerables mundos. Este ser se dirigió al ángel con voz grave y profunda:
—Ángel de las Alas Partidas, tu neutralidad es una afrenta a nuestras antiguas luchas. Ni el cielo ni el infierno aceptan tu existencia. Rompe las cadenas y elige un lado, y yo te prometo un lugar en el nuevo orden que está por llegar.
El ángel, con la mirada tranquila pero decidida, negó con un movimiento de cabeza. Su destino no era elegir, sino ser el muro que se interponía entre los mundos, el guardián del equilibrio que ambas fuerzas despreciaban y temían.
—Mi vida no es mía para decidir —respondió, su voz como el susurro de un río—. Mientras estas cadenas me sujeten, protegeré el equilibrio, aunque eso signifique vivir eternamente entre la luz y la oscuridad, sin pertenecer a ninguna.
La figura oscura lanzó un rugido de frustración, y con un gesto, liberó un ejército de sombras para atacarlo. En ese momento, el ángel desplegó sus alas, y el vórtice se llenó de una explosión de luz y fuego. Sus alas blancas brillaban con una pureza cegadora, mientras que la dorada ardía como un sol en el corazón de la noche. La batalla fue feroz, una danza de poder y destrucción que resonó a través de los planos.
Al final, cuando el último eco de la batalla se desvaneció, el ángel permaneció de pie, pero sus alas estaban desgarradas y las cadenas sobre su pecho brillaban con un resplandor siniestro, como si hubieran absorbido el poder de aquella lucha. Había derrotado a las sombras, pero a costa de fragmentos de su propia esencia, que ahora estaban esparcidos por el vórtice.
Con el tiempo, el ángel se convirtió en una figura de leyenda, un mito para aquellos que habitaban los mundos que protegía. Algunos lo veían como un héroe trágico, otros como un paria que no tenía cabida ni en el cielo ni en el infierno. Pero todos coincidían en algo: su sacrificio era necesario, su existencia era la balanza que mantenía al universo en armonía.
Atrapado entre la luz y la oscuridad, el Ángel de las Alas Partidas continuaba su misión, con las cadenas pesando en su alma, con su ser dividido en dos, y con la promesa eterna de mantener el equilibrio, aunque eso significara vivir sin conocer la paz, sin encontrar jamás un lugar al que llamar hogar.
Y así, en el borde de la eternidad, donde los mundos se encontraban y las fuerzas del universo convergían, el ángel seguía su vigilia, sus alas marcadas por la lucha, sus ojos reflejando la sabiduría y la tristeza de un ser que lo dio todo por proteger el equilibrio.