—¡Manipulador! —exclamó con furia—. ¡Nos has usado a tu antojo! ¡Hijo de la gran p...!
Espera, espera, querido lector… Antes de que nos sumerjamos de lleno en la explosión de ese momento, en la rabia que hervía en la voz de mi amigo, en la cruda verdad que estaba saliendo a la luz, hagamos un pequeño viaje en el tiempo. Regresemos casi dos años atrás, cuando la vida parecía un poco más sencilla, o al menos, cuando las decisiones, las experiencias y las expectativas no pesaban tanto sobre mis hombros, ni se sentían como una mochila llena de piedras.
Era verano, el calor se pegaba a la piel y el aire vibraba con la promesa de días largos y soleados. Acababa de cerrar una etapa importante, de esas que marcan un antes y un después: la secundaria. Lograr graduarme fue un hito que, aunque significativo y un alivio inmenso, no estuvo exento de sacrificios. Me costó noches de estudio, momentos en los que dudé de mí misma, en los que creí que no lo lograría. No puedo decir que lo disfrutara demasiado; de hecho, hubo épocas en las que cada día parecía una batalla. Pero lo había conseguido. Y eso, al menos, era algo.
Durante años, esa meta fue casi una obsesión, un monstruo al acecho que me susurraba que no lo conseguiría. La presión era constante, visible en los rostros de mis compañeros, en las expectativas de mis profesores, en las miradas ansiosas de mis padres. Y, sin embargo, ahí estaba yo, con mi diploma enrollado en la mano, un pedazo de cartón que simbolizaba el fin de una era, y una sensación extraña en el pecho. Esperaba sentir algo más, una euforia desmedida, una liberación total. Pero en su lugar, había una especie de vacío, una calma tensa.
Sentada en la ceremonia de graduación, en el salón de actos decorado para la ocasión, con el diploma entre los dedos y una sonrisa medio fingida para las fotos, sentía como si todo el mundo a mi alrededor estuviera celebrando algo que yo no terminaba de comprender. Las chicas se abrazaban con lágrimas en los ojos, los chicos gritaban “¡libres!” como si acabáramos de salir de una cárcel. Yo simplemente observaba, una espectadora de mi propia vida. Y pensaba: ¿ya está? ¿Esto es todo? ¿Tanto esfuerzo para este final agridulce?
Pero la euforia de haber llegado hasta allí duró poco. Apenas comenzaron las vacaciones de verano, una pregunta no dejaba de rondarme la cabeza, creciendo con cada día que pasaba, volviéndose más insistente, más pesada: ¿y ahora qué?
Recuerdo ese primer día de vacaciones, el día después de la graduación, como si aún lo tuviera pegado a la piel. Me desperté tarde, el sol ya colándose descaradamente por las rendijas de la persiana, proyectando rayas de luz en mi habitación. Lo primero que hice fue agarrar el móvil, un gesto casi automático. Y al mirar la pantalla, una oleada de pensamientos me invadió: no tengo deberes. No tengo que estudiar para el examen de mañana. No tengo que… nada. Al principio fue liberador, una sensación de ingravidez, como si me hubieran quitado un peso de encima. Después, una especie de vértigo me apretó el estómago. La libertad, en su estado más puro, podía ser aterradora.
Mi futuro, esa bestia incierta, abstracta, pero cada vez más real, estaba esperándome, y yo no tenía ni idea de cómo domarla, de qué camino tomar. La incertidumbre era un nudo en la garganta.
Tenía que decidir dónde seguir estudiando, qué instituto elegir, qué especialidad tomar. Y solo sabía una cosa con certeza, una necesidad profunda y casi visceral: quería alejarme lo máximo posible de mis antiguos compañeros. Eso no significaba que todos me cayeran mal, aunque sí es cierto que algunos eran el vivo retrato de la toxicidad y la crueldad adolescente. Pero había algo en ellos, en la forma en que me miraban, en las etiquetas que arrastraban desde la ESO, esas etiquetas que te definen sin tu consentimiento, que no quería seguir cargando. Yo necesitaba empezar de cero, necesitaba una pizarra en blanco. Sentirme ligera, sin el peso de lo que fui. Invisible, incluso, para poder reconstruirme a mi manera. Y aunque sabía que eso no se consigue solo cambiando de centro, que los problemas internos viajan contigo, era un primer paso, una oportunidad para un nuevo comienzo.
De todos ellos, de toda la gente que había pasado por mi vida en esos años de instituto, solo tres habían sido de verdadera confianza, los que me conocían de verdad, los que habían visto mis luces y mis sombras. Aunque con el tiempo, y las vueltas que da la vida, solo conservé a uno: Jorge.
Jorge y yo… no sabría ni cómo definirlo. Éramos de esos que no necesitaban hablar todos los días para saber que estábamos ahí, que el otro era un pilar. A veces me mandaba memes a las tres de la mañana, de esos que te hacen reír a carcajadas cuando todo está en silencio. Otras veces, simplemente me escuchaba despotricar durante horas sin decir una palabra, solo asintiendo, un apoyo silencioso pero inquebrantable. Pero siempre estaba. Su presencia era constante, sólida. Y eso, en un mundo como el mío, que a menudo se sentía inestable y lleno de arenas movedizas, era como encontrar un oasis en medio del desierto, un refugio donde podía ser yo misma sin miedo.
La idea de empezar de cero me resultaba tan liberadora como aterradora. No sabía si me sentía valiente, enfrentándome a lo desconocido, o si simplemente estaba huyendo de algo que no quería confrontar. Pero en mi mente, esa decisión significaba la posibilidad real de dejar atrás todo lo que me había hecho daño: los comentarios maliciosos en clase, esas miradas que juzgaban cada uno de mis movimientos; incluso las amistades que se volvieron frías y forzadas, que se sentían más como una carga que como un apoyo. Pero también implicaba renunciar a ciertas rutinas, a rostros familiares, a pasillos que, aunque a veces me asfixiaran con recuerdos incómodos, también eran parte de mi día a día, una especie de zona de confort.
Otro factor que casi sentenció mi decisión sobre el instituto fue el miedo. No solo a lo desconocido, que ya era bastante grande, sino a lo que podía encontrarme. Miedo a ser la extraña, la recién llegada que no sabe dónde sentarse. Miedo a no encajar, a que mi personalidad no encontrara su lugar. Miedo a convertirme en la oveja negra de un lugar donde todos ya tenían su sitio, sus grupos formados, sus historias previas. Esa incertidumbre pesaba sobre mí como una losa, volviendo cada opción más difícil de tomar, cada elección una tortura. Pero por encima de todo, lo que realmente me inquietaba, lo que me revolvía el estómago, era el cambio inevitable que esto traería a mi relación con Mario, mi pareja en aquel momento. Sabía que nada volvería a ser igual, que una nueva etapa implicaría nuevas dinámicas, y quizá por eso me costaba tanto dar el paso.
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Editado: 19.06.2025