Cadenas Invisibles

MARIO

Mientras me alejaba de Jorge, me sentía completamente atrapada, entre la espada y la pared, dividida entre mi mejor amigo, la persona que me había visto crecer, y Mario, esa pasión que me nublaba el juicio. Mi mente estaba en un constante torbellino de pensamientos que no cesaban, como si no pudiera encontrar un respiro. Intentaba buscar una solución que no hiciera daño a nadie, una fórmula mágica que contentara a ambos, pero pronto me di cuenta de que no existía tal cosa. Al menos, no una que dejara a todos ilesos. Por más que lo intentara, sabía que uno de los dos terminaría mal, y eso me desbordaba.

Durante esos días agónicos, en los que cada decisión se sentía como un peso insoportable, algo cambió drásticamente en mi percepción de Mario. Empecé a darme cuenta de una faceta de su personalidad que nunca había visto hasta entonces, o que simplemente había ignorado, cegada por lo que creía que era amor. Algo en él que antes me había pasado por alto, pero que, ahora que lo veía con otros ojos, no me gustó nada. Esa parte de él me hizo sentir una incomodidad profunda, como si hubiera algo que no encajara en la imagen idílica que había construido de él.

Me di cuenta de sus descaradas manipulaciones. Aunque al principio habían pasado desapercibidas para mí, camufladas bajo excusas o "bromas", ahora empezaban a volverse evidentes, casi como si siempre hubieran estado ahí y yo simplemente no hubiera querido verlas. Eran invisibles a simple vista, pero dolían, dejaban una marca. Y eso le permitía manejarme a su antojo la mayor parte del tiempo, como si todo estuviera calculado de antemano, una estrategia bien orquestada para salirse con la suya. Poco a poco, con cada comentario, con cada acción, con cada silencio, entendí que, detrás de su actitud aparentemente inofensiva, se escondía un manipulador.

No me dejaba hablar, siempre tenía que ser él quien llevase la voz cantante, el protagonista de la conversación, como si mis palabras no importaran en absoluto, como si mi opinión no tuviera valor. Mis mensajes se quedaban en visto durante días, o peor aún, en completo silencio, como si jamás hubieran existido. Y yo sabía perfectamente que no era por falta de tiempo, porque jamás se separaba de su teléfono. Muchos de esos mensajes ignorados eran súplicas mías, intentos desesperados por arreglar las cosas. Pedía perdón por cosas que ni siquiera eran culpa mía. Y, en los días en que me sentía más valiente, cuando la indignación me invadía, trataba de plantarle cara, de alzar la voz, de poner límites. Pero nada cambiaba. Todo lo que hacía resultaba inútil, como si hablara contra una pared que no me escuchaba.

Yo no me daba cuenta de lo atrapada que estaba en aquella relación, de lo insano que se había vuelto todo. Estaba viviendo en una burbuja de engaño. Pero estaba tan enamorada, tan ciega por ese sentimiento, que, por más que doliera, por más que viera las señales, seguía sin querer verlo, sin aceptar la verdad.

Después de darle muchas vueltas, de desmenuzar cada interacción, cada palabra, y haber visto con claridad la otra cara de Mario, la que había permanecido oculta, finalmente tomé una decisión. Una decisión que me costó sangre, sudor y lágrimas: iba a plantarle cara. No podía seguir así, mi dignidad, mi bienestar, estaban en juego. Hice todo lo que estuvo en mi mano para recuperar la relación que tenía con Jorge, porque en el fondo de mi corazón sabía que nunca debí permitir que se rompiera, que esa amistad era un tesoro. Le envié muchos mensajes a Mario, intenté hablar con él, hacerle entender mi punto de vista, mis sentimientos, mi necesidad de un cambio. Pero todo desembocó en una fuerte discusión, una de esas que te dejan el alma rota. Durante la pelea, intentó manipularme más de una vez, recurriendo a las mismas tácticas de siempre, a las mismas palabras dulces y envenenadas, pero esta vez ya no le creía. Algo dentro de mí había cambiado, una barrera se había roto, aunque aún no lo comprendiera del todo.

Es cierto que lo quería, y lo quería mucho, más de lo que jamás había querido a nadie. Era un sentimiento profundo y arraigado. Pero eso no significaba que tuviera derecho a manejarme como si fuera una marioneta, a controlar cada aspecto de mi vida. Poco a poco, me fui dando cuenta de que estaba viviendo una mentira, que aquella relación no era lo que yo pensaba que era, que no era amor verdadero, sino posesión y control. En realidad, estaba mucho más ciega de lo que creía, navegando en la oscuridad sin darme cuenta. Siempre hacíamos lo que él quería, nunca se preocupaba por si yo estaba bien, si me sentía cómoda o si realmente me gustaba lo que hacíamos juntos. Y cuando algo no salía como él esperaba, yo era la culpable, sin importar las circunstancias. Muchas veces me echaba la bronca por cosas insignificantes, con ese tono condescendiente que me hacía sentir aún peor, como si todo lo que hacía estuviera mal, como si yo fuera un constante error.

La decisión de confrontarlo me carcomía. Sabía que no podía ser en persona, la distancia lo hacía imposible, lo que solo aumentaba mi frustración. Finalmente, el día de la graduación, con la emoción del final y el vértigo del futuro, decidí que no podía esperar más. Elegí el momento menos oportuno, pero el más necesario. Con las manos temblorosas, marqué su número. El sonido de su voz al otro lado de la línea, tan familiar y a la vez tan ajena, me tensó.

—¿Qué pasa, cariño? —preguntó Mario, su tono despreocupado, como si no hubiera un abismo entre nosotros.

—Mario, no puedo más con esto —solté, mi voz apenas un hilo. Las palabras, antes ensayadas mil veces en mi mente, salían con dificultad.

Su tono cambió, volviéndose más frío. —¿Con qué, exactamente? ¿Con que te quiera?

—No me quieres, Mario —le corregí, reuniendo todas mis fuerzas—. Me controlas. Me manipulas. No me dejas ser yo misma.

Hubo un silencio tenso al otro lado, y pude imaginar su ceño fruncido. —Eso no es cierto. Me preocupo por ti. ¿Por qué estás tan a la defensiva? ¿Es por Jorge, verdad? Te está llenando la cabeza de tonterías.




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