Cuando llegó la tarde y seguía hablando con Mario por teléfono, mi móvil vibró con un mensaje de Jorge. Apenas me dio tiempo a leerlo cuando ya tenía a Mario lanzándome quejas, susurradas al principio, luego más directas, preguntándome con evidente molestia por qué le contestaba o por qué le prestaba menos atención solo por estar leyendo aquel simple mensaje. Como si cada segundo que no estuviera centrada en nuestra conversación a través de la pantalla fuera un agravio imperdonable, una afrenta personal. Su insistencia me estaba crispando los nervios.
En ese momento, el mensaje de Jorge se iluminó en la pantalla:
—Qué te pasa, Enana, tienes una cara de burro que no puedes con ella.
Ese mensaje me hizo sonreír sin poder evitarlo, a pesar de todo. “Cara de burro” es una frase que suelo decir con frecuencia para hacer reír a los demás, una de mis pequeñas armas secretas para aliviar tensiones o simplemente arrancar una carcajada. Jorge, como siempre, sabía perfectamente cómo usarla en mi contra para sacarme una sonrisa. Era una de esas cosas que solo él sabía. Y, aunque lo intentara disimular, no podía negar que había funcionado. A pesar de todo lo que pasaba por mi cabeza, me alivió saber que él todavía me conocía lo suficiente como para notar mi estado de ánimo sin que tuviera que decirle nada, para leer entre líneas mi desánimo. Pero incluso con ese pequeño instante de distracción, la sensación de desánimo seguía ahí, pesando sobre mí como una losa, una sombra que se negaba a desaparecer.
—Nooo, no tengo cara de burro.
Intenté sonar convincente, pero sabía que realmente no era así.
—A mí no me mientes, ¿qué ha pasado, Daniela?
Dudé un momento antes de contestarle. ¿Debía contarle la verdad? ¿Era justo cargarlo con mi frustración? Al final, no tenía sentido ocultarlo. Estaba molesta, y necesitaba que lo supiera.
—Nada… Solo que me he apuntado a ese instituto para estar contigo y tú te vas a otro, y ahora sí que estoy sola.
Sentí un alivio momentáneo al soltarlo, pero la respuesta de Jorge fue como un nuevo puñetazo:
—Ay, Daniela, lo siento de verdad, pero no tenías por qué hacer nada de eso… Encima te dije que yo no estaba seguro.
—Ya, ya lo sé. Pero… ¿de verdad vas a ese otro?
—Sí, de verdad. Fui a sus puertas abiertas y me convenció mucho más, Daniela. Además, van a ir también Javi y Lucía del cole, ¿te acuerdas de ellos? No voy a estar solo.
—Ah, claro. Pues qué bien. Me alegro, jajajaj.
Al parecer, ahora todo era mi culpa por actuar sin pensar demasiado las cosas, como si mi ilusión por su compañía no contara. Sentía una mezcla de frustración y decepción. Estaba atrapada entre aquella conversación con Jorge, que me dejaba un sabor amargo de soledad, y el inoportuno berrinche de Mario, quien, como si el universo se hubiera puesto de acuerdo para agobiarme aún más, había decidido justo ese instante para ignorarme y hacerme sentir aún peor, exigiendo mi atención de forma infantil a través del auricular.
Tenía en la cabeza mil pensamientos revueltos, chocando entre sí como si fueran coches en una autopista. Pero tres eran los que más me atormentaban, los que no me dejaban respirar. El más importante, sin duda, era el instituto. Aunque pudiera parecer una preocupación menor desde fuera, una simple elección de centro de estudios, la realidad es que una decisión así de simple podía cambiar mi vida por completo. A fin de cuentas, pasaría allí varios años, formaría mi identidad, conocería gente nueva. Y elegir mal significaba condenarme a un sitio donde no encajaría, donde no me sentiría cómoda, donde tal vez estaría aún más sola de lo que ya me sentía. Y eso, para alguien como yo, que analiza cada paso con miedo a equivocarse, que sopesa las consecuencias de cada mínima acción, era aterrador.
Con todo eso pesando sobre mis hombros, lo último que podía tolerar era un berrinche infantil causado por Mario sumado a la actitud tan cortante de Jorge, quien, desde mi perspectiva, simplemente se estaba lavando las manos y dejando que yo me las arreglara sola con la situación. No lo soportaba más. Sentía como si, de repente, todo lo que me había dado seguridad, mis pequeñas certezas, se estuviera desmoronando delante de mí, sin poder hacer nada para evitarlo. La impotencia me carcomía.
Así que hice lo único que en ese momento me pareció razonable, lo único que podía salvarme de explotar: corté la llamada con Mario, abruptamente, sin explicaciones. Luego, apagué el móvil para evitar que cualquiera de los dos me molestara, para cortar la comunicación, para silenciar el mundo exterior. Y sin pensarlo mucho más, guiada por un impulso visceral, decidí salir al monte. Me conozco bien, sé que suelo saltar a la mínima cuando me provocan, que mi paciencia tiene un límite muy fino, y no quería perder los papeles ni terminar en una discusión innecesaria con ninguno de los dos. Sabía que si seguía allí, encerrada con mis pensamientos y con esas voces, el resultado sería desastroso.
En esos momentos, lo único que necesitaba era desconectar, alejarme de todo, respirar aire fresco y encontrar un poco de paz. Sentía que si me quedaba un minuto más en mi habitación, con todas esas ideas rondándome la cabeza, iba a explotar, literalmente. Como una olla a presión a punto de reventar. Me puse manos a la obra con una velocidad casi mecánica. Me vestí con lo primero que encontré, una camiseta vieja y unos pantalones cómodos. Le coloqué la correa a mi perro, Max, que me miraba con sus ojos curiosos, como si supiera que algo no iba bien. Tras despedirme rápidamente de mi familia, que me miraron extrañados pero sin preguntar, emprendí el camino hacia el lago.
Mientras caminaba por el sendero pedregoso que serpenteaba a través de la vegetación, el sol de la tarde se filtraba entre las copas de los árboles, creando manchas de luz y sombra. Max, con la correa en mi mano, olfateaba cada arbusto con su habitual entusiasmo, ajeno a mi tormenta interna. Mis pensamientos, sin embargo, no cesaban de atormentarme. La imagen de un instituto lleno de desconocidos, la perspectiva de una soledad aún mayor de la que ya sentía, me asfixiaba. "Qué desastre de vida," pensé con amargura. "Primero lo de Jorge, luego lo de Mario… ¿y si este instituto es un error enorme? ¿Y si lo pierdo todo?" La incertidumbre se extendía como una mancha, cubriendo cada rincón de mi futuro.
#6212 en Novela romántica
#1653 en Chick lit
#754 en Joven Adulto
romance 18 adolescente, romance joven enamorado, celos deseo lujuria hombre posesivo
Editado: 24.07.2025