Cuando la llave por fin giró en la cerradura y crucé el umbral de mi casa, un alivio momentáneo me invadió, como una descompresión después de haber contenido la respiración por un tiempo. Pero mi cuerpo seguía en tensión, cada músculo rígido, cada fibra nerviosa a flor de piel. El miedo no se desvaneció al pisar mi hogar, ni con la familiaridad de las paredes. En lugar de eso, se transformó en una necesidad urgente: la de contarlo, desahogarme, asegurarme de que no había sido una exageración de mi mente, una fantasía producto del estrés. Necesitaba que alguien lo supiera, que me validara, que me dijera que lo que había sentido era real.
Con la respiración agitada y el sudor frío aún en la piel, mi primera reacción fue buscar a mi madre. La encontré en la cocina, preparando la cena, el suave aroma de la comida intentando calmar el huracán en mi interior.
—Mamá, tengo que decirte algo —solté de golpe, sin darle tiempo a preguntar cómo estaba, a notar el cambio en mi cara, a que se diera cuenta de mi estado por sí misma.
Su expresión se transformó en cuanto vio mi rostro. Sus ojos se fijaron en los míos, y supo al instante que algo no andaba bien. Había preocupación en su mirada, una preocupación que se mezclaba con la sorpresa. Entonces, sin omitir ningún detalle, con las palabras tropezando en mi boca en mi afán por contarlo todo, le relaté lo que había sucedido: la mirada inquietante del hombre, su persistencia en seguirme, la forma en que se había detenido y me había observado, como si me estuviera memorizando, la mano en mi brazo, el miedo que me había paralizado. Mientras hablaba, noté cómo el rostro de mi madre pasaba de la confusión a la preocupación, y cuando terminé, hubo un breve silencio, pesado y cargado de tensión, antes de que soltara la inevitable pregunta, esa que yo no había querido hacer.
—¿Es un señor que vive más arriba, no? —me dijo, con un tono de voz firme y una expresión de reconocimiento que me sorprendió—. No te acerques a él, Daniela. Ya lo conozco. Iré a hablar con él la próxima vez que me lo encuentre.
Esa seguridad en su voz, a pesar de todo, me tranquilizó un poco. ¿Ella lo conocía? ¿Por qué no me lo había dicho antes? Miles de preguntas se agolparon en mi cabeza, pero en ese momento, solo me importaba el alivio de que ella supiera. Quería entender más, pero la conversación quedó ahí, en el aire. Mamá parecía estar pensando en algo más, sus ojos distantes por un momento, como si estuviera recordando algo.
—¿Pero cómo lo conoces, mamá? ¿Ha pasado algo antes con él? —pregunté, la curiosidad y la necesidad de respuestas quemándome por dentro.
Ella suspiró, su mirada volviendo a la mía, cargada de una preocupación más profunda de la que había mostrado al principio.
—Digamos que no es la primera vez que escucho hablar de él —respondió, su voz bajando casi a un susurro—. Es mejor no darle importancia, pero sí, hay que tener cuidado. Ya me encargaré yo.
Su respuesta no me dejó del todo tranquila, pero decidí confiar en ella, al menos por ahora. El tema quedó en el aire, como una nube gris que se resistía a desaparecer.
Los días que siguieron fueron una lucha constante. La sombra de aquel encuentro no se disipó. Sus ojos, los ojos de ese hombre, seguían persiguiéndome incluso en mis sueños, y cada vez que salía a la calle, una parte de mí esperaba verlo, el corazón en un puño. Tuve que cambiar la ruta habitual con mi perro, Max, para no encontrarme con él, evitando las calles por las que solía pasear, buscando caminos más largos y concurridos, solo para sentirme un poco más segura. Cada salida era una especie de misión, una ruta de escape planificada de antemano. Observaba a la gente con más atención, cada sombra, cada reflejo en los cristales. La paranoia se había instalado en mí sin pedir permiso.
Una tarde, mientras estábamos en el parque, Max se detuvo de repente, ladrando hacia una zona de arbustos. Mi corazón dio un vuelco. No vi a nadie, pero la sensación de ser observada me invadió de nuevo. Tiré de la correa de Max, obligándolo a seguir, mis ojos escaneando los alrededores, buscando la fuente de esa inquietud. ¿Era solo mi mente jugándome una mala pasada o realmente había algo allí? El aire se sentía más pesado.
Pero un día, la casualidad, o quizás la mala suerte, jugó en mi contra. Estaba al lado de mi casa, justo saliendo, con Max emocionado tirando de la correa, cuando lo vi. Él estaba allí, apoyado en un muro, a pocos metros, como si me hubiera estado esperando. La visión fue como un puñetazo en el estómago, y casi me da un ataque. ¿Cómo sabía dónde vivía? Esa pregunta, helada, se clavó en mi mente. La angustia se apoderó de mí, y mi corazón empezó a galopar desbocado, haciendo eco en mis oídos. Max, ajeno a mi terror, tiraba impaciente.
No podía echarme hacia atrás, esconderme de nuevo. Me tomé unos segundos para afrontarlo, para reunir el valor que me quedaba. Con la barbilla en alto, aunque temblaba por dentro, pasé de largo sin hacer caso, intentando mostrar una indiferencia que no sentía. Solo solté un monosílabo, un "adiós" forzado, con la voz apenas saliendo, y aceleré el paso todo lo que me permitía la correa de Max, que, a pesar de su energía, no podía seguir mi ritmo frenético. Notaba sus pasos inestables detrás de mí, esa presencia que me erizaba la piel. Escuché un ligero carraspeo detrás de mí, una especie de sonido gutural que me heló la sangre. ¿Me había hablado? ¿Quería algo? No me atreví a mirar atrás. Me aferré a la correa de Max como a un salvavidas.
Cuando me fui hacia el otro lado, tomando una curva pronunciada, logré perderlo de vista. El alivio fue inmenso, una ola de aire fresco que me permitió respirar de nuevo, pero duró poco. Estuve perturbada todo el camino, con la mente revuelta, las imágenes de sus ojos fijos en mí repitiéndose una y otra vez. Max parecía sentir mi nerviosismo, soltando pequeños quejidos y mirando hacia atrás de vez en cuando. La caminata que solía ser mi momento de calma, ahora era una carrera contra mi propia ansiedad.
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Editado: 24.07.2025