El coche de mi tío se deslizaba suavemente por la carretera, el paisaje conocido de nuestro pueblo poco a poco se desdibujaba, dejando paso a los campos que separaban nuestra casa del siguiente municipio. A mi lado, mi tío tarareaba una canción antigua que sonaba en la radio, ajeno a la tormenta de pensamientos que se arremolinaban en mi cabeza. Por el camino fuimos hablando de todo un poco, poniéndonos al día. No era algo raro, ya que solo lo veía los fines de semana y, a lo sumo, dos semanas en todo el verano. Esa era nuestra dinámica, una especie de ritual que ambos apreciábamos. Los días que pasaba con él conseguían despejarme la mente y lo pasaba genial. Era como si el tiempo se detuviera, liberándome de las presiones del instituto, de los dramas con mis amigas y de las típicas inseguridades adolescentes. Por eso, cuando alguna amiga me decía de quedar un fin de semana, solía decir que no podía porque salía con mi tío. Esos días para mí eran sagrados, un refugio donde podía ser yo misma sin filtros. Él era el único que no me juzgaba, que me escuchaba de verdad y que me hacía sentir importante.
Y como costumbre de cada vacaciones, este año nos íbamos a Las Islas Canarias. El plan era el de siempre: desconectar, disfrutar del sol, nadar en el mar y explorar cada rincón de la isla. Pero ese viaje escondía algo más que el propósito de pasar todos los días descubriendo cada rincón de esa ciudad, iba para encontrarme con Mario. Un escalofrío de emoción, mezclado con un poco de ansiedad, me recorrió el cuerpo. En los últimos meses me había insistido muchas veces para que fuera, y yo, lo hice. Me había dibujado un escenario idílico en mi mente: risas, paseos por la playa al atardecer, cenas románticas... una fantasía adolescente que me había enganchado por completo.
Mi tío todavía no sabía que nos íbamos a encontrar con un “amigo” mío, y no tenía la valentía requerida para decírselo. Sentía que se me habían juntado muchos pensamientos en un tiempo muy corto. La idea de cómo reaccionaría mi tío me aterraba. Él era un hombre de principios, muy recto en sus decisiones y con una forma de expresarse que, si no estabas preparado, podía ser demoledora. Cuando de él se trataba, tenía la lengua como cuchillos si hacías algo mal o de la manera en la que él no te había dicho. Era un guardián de mis decisiones, y si algo no le cuadraba, no dudaba en hacérmelo saber, sin rodeos. Recuerdo una vez que mi tía y yo intentamos convencerle de que se comprara un coche nuevo y más moderno, y él nos soltó una retahíla de razones por las que su viejo coche era perfecto, y no lo era. A pesar de todo, en el fondo sabía que lo hacía por mi bien, aunque a veces sus métodos fueran un poco... intensos.
—¿Y tú qué planes tienes para las vacaciones, aparte de aguantarme? —me preguntó mi tío, con una sonrisa pícara, sin sospechar la verdad.
Me encogí de hombros, intentando sonar lo más natural posible. —Lo de siempre, ¿no? Playa, relax... ya sabes.
Él asintió, satisfecho. Por un momento, consideré la opción de decírselo en ese instante, de soltar la bomba y ver su reacción, pero la imagen de su cara de decepción me frenó. No ahora. No en el coche, a mitad de la carretera.
Íbamos a irnos a ese viaje dentro de una semana. Había especificado las fechas ese año exclusivamente porque quería ir el día de su cumpleaños, pero no había un vuelo disponible, así que quedamos en irnos un día después. Esa idea a Mario le entristeció a la misma dosis que le enfadó. Tuve que aguantar sus quejas que sonaban como una cantinela repetitiva: “Pensaba que te importaba lo suficiente como para cumplir mi deseo de venir el día de mi cumpleaños, ya sabes que es lo que quería”. ¿Pero qué le iba a hacer yo? ¿Me inventaba un vuelo para ir? También había quejas como “Si quisieras, sí podrías venir para mi cumpleaños perfectamente”. Sus palabras se clavaban en mí como pequeñas agujas, despertando mi propio mal temperamento. Cuando llegaban esos momentos, me daban unas ganas inmensas de contestarle. No tengo el mejor temperamento del mundo y me cuesta callarme, pero por el amor que sentía por él y porque ya sabía que si decía algo, la relación se rompería a causa de la lengua afilada que tenía, prefería callarme todo. Tragaba saliva y mis respuestas se quedaban atrapadas en mi garganta, convirtiéndose en un nudo de frustración. Me prometí a mí misma que, si la cosa seguía así, tarde o temprano explotaría.
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Editado: 24.07.2025